En su ‘Viajes con Heródoto’ (reseñado en
esta página hace unas semanas), el escritor Ryszard Kapuscinski refería la
anécdota, que pudo terminar en tragedia, que le sucedió cuando visitó el Congo
cuando este país amanecía a la independencia, después de haber pertenecido como
colonia a Bélgica. Nos cuenta el gran viajero polaco cómo al pasear por la
pequeña ciudad de Lisala, con un sol de castigo y sin un alma en las calles, se
le aparecieron dos gendarmes. Ya antes nos había advertido Kapuscinski de que
cuando “el sistema colonial se había desmoronado, los administradores belgas
habían huido a Europa y su lugar había sido ocupado por una fuerza lóbrega y
desbocada que solía encarnarse en gendarmes congoleños borrachos como cubas”.
La situación, por tanto, no podía ser más delicada para su integridad física,
hasta el punto de que confiesa que el miedo lo paralizó, pues los dos policías
iban armados hasta los dientes. Se le acercan y cuando ya ni las piernas le
responden, uno de ellos le pide muy amablemente en francés si tiene un
cigarrillo. A Kapuscinski, en sus propias palabras, le faltó tiempo para
echarse la mano al bolsillo y sacar el paquete de tabaco y ofrecerles cuantos
cigarrillos contenía. ¿Reacción natural? ¿Prejuicios de raza, que encubre ese
soterrado e inconfesable racismo? Kapuscinski justifica ese miedo cerval en el
peligro que supone esa “libertad despojada de toda jerarquía y de todo orden…
pues… desde el mismísimo principio se imponen las fuerzas del mal y la
agresión, la vileza en todas sus facetas, bestialidad y barbarie. Así era el
Congo tomado por los gendarmes”. O dicho de otro modo, el Congo postcolonial. Y
sin embargo, de todos es sabido que los países occidentales se repartieron el
continente africano como si de un mercado persa se tratase, que impusieron en
sus colonias un sistema de gobierno a sangre y fuego, que esquilmaron sin
escrúpulos de ninguna clase sus riquezas naturales y mantuvieron el régimen de
esclavitud hasta mediados del siglo XX. Y el rey Leopoldo II de Bélgica es un
buen ejemplo de lo que decimos. El encuentro de dos gendarmes y un periodista
en una calle de una ciudad congoleña no es solo una anécdota que contar en un
libro. Como el propio escritor reflexiona en ella “también toma parte un buen pedazo
de la historia del mundo, la cual nos colocó unos frente a los otros hace ya
mucho tiempo… Pues se interponen entre nosotros largas generaciones de
tratantes de esclavos, los sicarios del rey Leopoldo, que cortaban brazos y
orejas a los abuelos de estos gendarmes…”. Un miedo de raíces más profundas, un
miedo de siglos sin duda atenazaría a aquellos abuelos que nunca se podrían
haber imaginado que sus nietos le pudieran infundir tanto temor a un blanco.
José López Romero.