Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

sábado, 22 de marzo de 2025

VIDAS DERROTADAS

Diego de Torres Villarroel nace en Salamanca un día de junio de 1694. Hijo de un modesto librero, ya desde su infancia mostró esa personalidad inquieta y turbulenta que le caracterizó a lo largo de toda su vida. Después de distintos vaivenes en busca de mejor suerte, publica en 1718 su primer ‘Almanaque’, un género popular que se había impuesto en buena parte de Europa; un cajón de sastre donde cabía toda clase de información, desde lo científico hasta lo divulgativo y engañoso, con el fin de halagar el gusto de la plebe (efemérides, noticias históricas y toda clase de pronósticos), que le fueron reportando a Torres Villarroel la fama y los medios de fortuna de los que hasta esa fecha había carecido. Los ‘Almanaques’ le abrirán las puertas de la Corte (1720-1726) y, con estas, la consolidación de un prestigio intelectual con la publicación de sus obras mayores “que sirviera de contrapeso docto al progresivo éxito popular del Gran Piscator de Salamanca, nombre con el que firma sus pronósticos” (cervantesvirtual.com/ diego_de_torres_villarroel). De vuelta a Salamanca en 1726, Torres gana por oposición la cátedra de Matemáticas. La celebración multitudinaria (cohetes, campanas, vivas) por tal acontecimiento la narra el propio Torres en el “Trozo cuarto” de su autobiografía (‘Vida’). Pero al mismo tiempo comienza su larga lucha contra el claustro universitario, que no aceptaba de buen grado que uno de los suyos fuera un advenedizo, componedor de pronósticos sin sustento científico. Perseguido, derrotado por los conflictos de intereses, Diego de Torres Villarroel se refugió en sus últimos años en el palacio de Monterrey, como administrador del Duque de Alba, para morir finalmente el 19 de junio de 1770.

 José Marchena, o más conocido como el abate Marchena (aunque nunca perteneció a orden religiosa alguna), nace en Utrera en 1768. Estudió Leyes en Madrid y Salamanca, y pronto orientó su vocación por las lenguas clásicas, por el hebreo, pero también por el inglés, el italiano y el francés, hasta convertirse en un excelente y prestigioso traductor. Perseguido por la Inquisición, se traslada a París y pronto abraza la causa revolucionaria y se une al partido de los girondinos, por lo que sufre pena de cárcel cuando entran en el poder los jacobinos. Su talante revolucionario y liberal fue el motivo de que Menéndez Pelayo lo incluyera en su ‘Biblioteca de los heterodoxos españoles’, en cuyas páginas le dedica toda clase de descalificaciones, entre las que “afrancesado” no es precisamente la más grave. Lo cierto es que el abate Marchena, al contrario de lo que afirmaba M. Pelayo, fue un hombre con fe, en la revolución; con patria, la libertad; y no sin lengua, sino con todas las que pudo aprender en su inquieta y azarosa vida, durante la cual le dio tiempo para traducir al castellano a buena parte de los escritores franceses prohibidos por la Inquisición. A finales de 1820 el abate Marchena vuelve a España, minado por tantas decepciones, para morir el 31 de enero de 1821. Vidas derrotadas, pero no menos ejemplares de la lucha por la libertad y la justicia. José López Romero. 

 

 

viernes, 7 de marzo de 2025

LA DUDA

Le venía de familia. Él tampoco tenía ninguna duda. Él también estaba en el lado correcto de la historia, como sus padres, sus abuelos... Y formaba parte de esa masa cuyos individuos se reconocían unos a otros por tener sintonizada en su aparato de radio la misma emisora, la de siempre, y por leer el mismo periódico, el de siempre, dos medios de comunicación que habían impuesto a base de prebendas y subvenciones un pensamiento, que llamaban “único” porque ninguno podía ser mejor. ¿Y el otro lado?, ¿el de enfrente? ¿el equivocado de la historia? A él le gustaba utilizar el mismo calificativo que tantas veces oía a sus referentes y que recordaba tiempos no muy lejanos, y considerar, como ellos también hacían, que todo lo que afirmaban los otros, los del lado incorrecto, era una burda mentira, patrañas y bulos. Y de aquella cadena y de aquel diario tomaba las recomendaciones literarias, porque nada más adecuado que leer a los escritores y escritoras que reseñaban o, mejor dicho, promocionaba el sistema. Una red de intercomunicaciones, como si fuera uno de esos gráficos con que se representa la IA, a través de la que satisfacía todas sus necesidades ideológicas, literarias y hasta espirituales. Y sobre todo porque nada de lo que oía o de lo que leía le daba motivos para dudar de su veracidad y de su calidad literaria. Y así, tenía a una bien nutrida lista de personalidades culturales a los que seguía como si perteneciera a una cofradía y aquellos fueran sus titulares. Escuchaba con devoción las tertulias literarias de su cadena, la de siempre; apuntaba los libros que recomendaba el suplemento literario del periódico, el de siempre; libros de aquellos escritores y escritoras de cabecera que no tardaba en adquirir. Pero un día se encontró por casualidad con una antigua compañera de universidad. Se tomaron unas cervezas para recordar viejos tiempos y, al hilo de la conversación, ella le fue recomendando algunos autores que no pertenecían al selecto grupo de sus “divinos”, sino a ese lado equivocado y oscuro de la historia. Por curiosidad compró algunos y cuando terminó de leer el primero, sintió cómo la duda le iba subiendo por el estómago hasta llegar al cerebro y le pareció que se asomaba a un abismo en el que no estaba dispuesto a caer… Le venía de familia.  José López Romero.