Los bufones siempre han estado íntimamente relacionados con las cortes, en las que los reyes y cortesanos al tiempo que se solazaban con diferentes y variados espectáculos, tenían y mantenían a estos personajes encargados de divertirlos con “chocarrerías y gestos” (como así reza la definición del DRAE). Algunos incluso llegaron a ocupar un puesto de privilegio en la privanza del rey, hasta el punto de erigirse en uno de sus más allegados consejeros. Prueba de ello es su presencia en las pinturas de la época. Y aunque casi todos de los que se nos han conservado memoria e imagen adolecen de alguna discapacidad, sobre todo, la enanez (como la famosa Maribárbola inmortalizada por el gran don Diego de Velázquez en ‘Las meninas’), como si por los enanos hubieran mostrado especial predilección los reyes, algunos, excepcionalmente, no presentaban ningún defecto físico. Esto es lo que se cuenta de uno de los más famosos bufones de la Corte de Carlos V: don Francés de Zuñíga o por nombre más conocido Francesillo de Zúñiga, quien se considera el autor de la no menos famosa ‘Crónica burlesca del emperador Carlos V’, aunque en los últimos tiempos Jesús Cáseda Teresa le atribuya esta obra a don Francisco de Zúñiga y Avellaneda, III conde de Miranda y Grande de España, quien conoció al bufón en la Corte y “en la tierra salmantina cuando este último estaba al servicio de su primo el duque de Béjar”. Porque don Francesillo, nacido en esta localidad salmantina y de familia de judíos, entró en contacto con el emperador cuando formaba parte del séquito con que el duque de Béjar fue a presentarle sus respetos al joven Habsburgo en un encuentro que tuvo lugar en Valladolid el 18 de noviembre de 1517, recién llegado el rey a España (datos recogidos de ‘Fortuna y adversidades de don Francés de Zúñiga’ de José A. Sánchez Paso). Su famosa ‘Crónica’ no fue impresa hasta el siglo XIX y se considera una obra maestra de la literatura bufonesca. Como si de un periódico se tratara, don Francés (o don Francisco) les da un repaso, entre chascarrillos y bromas, a cortesanos y villanos, obispos, militares, alcaldes y criados, sin dejar clase social libre de su acerada pluma. El bufón del reino era, como podemos comprobar por don Francesillo, un cargo o título de cierta relevancia y prestigio. Por el contrario, en estos tiempos, el bufón del reino puede serlo cualquiera, aunque alguno con más méritos que otros. José López Romero.
Blog de José López Romero
Julio Cortázar
viernes, 4 de abril de 2025
sábado, 22 de marzo de 2025
VIDAS DERROTADAS
Diego de Torres Villarroel nace en Salamanca un día de junio de 1694. Hijo de un modesto librero, ya desde su infancia mostró esa personalidad inquieta y turbulenta que le caracterizó a lo largo de toda su vida. Después de distintos vaivenes en busca de mejor suerte, publica en 1718 su primer ‘Almanaque’, un género popular que se había impuesto en buena parte de Europa; un cajón de sastre donde cabía toda clase de información, desde lo científico hasta lo divulgativo y engañoso, con el fin de halagar el gusto de la plebe (efemérides, noticias históricas y toda clase de pronósticos), que le fueron reportando a Torres Villarroel la fama y los medios de fortuna de los que hasta esa fecha había carecido. Los ‘Almanaques’ le abrirán las puertas de la Corte (1720-1726) y, con estas, la consolidación de un prestigio intelectual con la publicación de sus obras mayores “que sirviera de contrapeso docto al progresivo éxito popular del Gran Piscator de Salamanca, nombre con el que firma sus pronósticos” (cervantesvirtual.com/ diego_de_torres_villarroel). De vuelta a Salamanca en 1726, Torres gana por oposición la cátedra de Matemáticas. La celebración multitudinaria (cohetes, campanas, vivas) por tal acontecimiento la narra el propio Torres en el “Trozo cuarto” de su autobiografía (‘Vida’). Pero al mismo tiempo comienza su larga lucha contra el claustro universitario, que no aceptaba de buen grado que uno de los suyos fuera un advenedizo, componedor de pronósticos sin sustento científico. Perseguido, derrotado por los conflictos de intereses, Diego de Torres Villarroel se refugió en sus últimos años en el palacio de Monterrey, como administrador del Duque de Alba, para morir finalmente el 19 de junio de 1770.
viernes, 7 de marzo de 2025
LA DUDA
Le venía de familia. Él tampoco tenía ninguna duda. Él también estaba en el lado correcto de la historia, como sus padres, sus abuelos... Y formaba parte de esa masa cuyos individuos se reconocían unos a otros por tener sintonizada en su aparato de radio la misma emisora, la de siempre, y por leer el mismo periódico, el de siempre, dos medios de comunicación que habían impuesto a base de prebendas y subvenciones un pensamiento, que llamaban “único” porque ninguno podía ser mejor. ¿Y el otro lado?, ¿el de enfrente? ¿el equivocado de la historia? A él le gustaba utilizar el mismo calificativo que tantas veces oía a sus referentes y que recordaba tiempos no muy lejanos, y considerar, como ellos también hacían, que todo lo que afirmaban los otros, los del lado incorrecto, era una burda mentira, patrañas y bulos. Y de aquella cadena y de aquel diario tomaba las recomendaciones literarias, porque nada más adecuado que leer a los escritores y escritoras que reseñaban o, mejor dicho, promocionaba el sistema. Una red de intercomunicaciones, como si fuera uno de esos gráficos con que se representa la IA, a través de la que satisfacía todas sus necesidades ideológicas, literarias y hasta espirituales. Y sobre todo porque nada de lo que oía o de lo que leía le daba motivos para dudar de su veracidad y de su calidad literaria. Y así, tenía a una bien nutrida lista de personalidades culturales a los que seguía como si perteneciera a una cofradía y aquellos fueran sus titulares. Escuchaba con devoción las tertulias literarias de su cadena, la de siempre; apuntaba los libros que recomendaba el suplemento literario del periódico, el de siempre; libros de aquellos escritores y escritoras de cabecera que no tardaba en adquirir. Pero un día se encontró por casualidad con una antigua compañera de universidad. Se tomaron unas cervezas para recordar viejos tiempos y, al hilo de la conversación, ella le fue recomendando algunos autores que no pertenecían al selecto grupo de sus “divinos”, sino a ese lado equivocado y oscuro de la historia. Por curiosidad compró algunos y cuando terminó de leer el primero, sintió cómo la duda le iba subiendo por el estómago hasta llegar al cerebro y le pareció que se asomaba a un abismo en el que no estaba dispuesto a caer… Le venía de familia. José López Romero.
viernes, 21 de febrero de 2025
ENTREVISTA
“-Ahí te ha dado, father”. “¿Y ahora qué, padre”, les oigo decir a mis hijos que, con cara de recochineo, me reprenden como si yo fuera un colegial pillado fumando en los servicios del centro escolar. Y es que cuando a mis hijos les da por hurgar en la herida, no hurgan, hacen perforaciones. Y todo porque me oyeron decirle a su madre que estaba totalmente de acuerdo con las opiniones que Juan Gómez-Jurado había hecho en una entrevista publicada en Internet. Nada más que el titular que la periodista, Almudena de Cabo, había destacado, ya me atrajo la atención: “La literatura de entretenimiento es necesaria, porque es el único camino para acabar leyendo a Borges o García Márquez”. Comparto con el exitoso novelista esta afirmación. Porque antes de llegar a los clásicos, tanto antiguos como modernos, hay que pasar por un proceso de maduración lectora que, en el caso de Gómez-Jurado como en el mío propio, comenzó con los tebeos, con las novelas del oeste que le quitaba a escondidas a mi padre e incluso, recuerdo, con la serie de relatos sobre las peripecias de un pelotón de soldados, procedentes de batallones de castigo del ejército alemán en la Segunda Guerra Mundial, escritas por Sven Hassel y publicadas todas en la colección Reno de la editorial Plaza y Janés. Y no menos de acuerdo en esta declaración, que es toda una demostración de sinceridad: “Hay novelas muy entretenidas y que no van a pasar a la historia de la literatura, como son las mías, que, sin embargo, están llenas de intención y de ganas de elevar el género, pero dentro del género, sin trascender. Y hay novelas que no venden tanto y que son absolutamente imprescindibles por otros motivos.” Una gran verdad, no solo por lo que afirma de su propia obra, sino por esa otra literatura, la buena, la que hace lectores de verdad, que corre el riesgo de no llegar al gran público lector y, por tanto, no formar parte de la historia del género. Es muy importante ese alarde de sinceridad del escritor, porque no hay mejor lección de vida que el reconocimiento de las propias limitaciones. Gómez-Jurado sabe y es plenamente consciente de que sus novelas poseen unas determinadas virtudes, que las han convertido en éxito, pero difícilmente gozarán de la gloria literaria. Entretener, divertir sin mayores pretensiones ni aspiraciones, es un propósito literario tan respetable y legítimo como el más elevado de ellos. El problema estriba en que mientras él ha conseguido alcanzar su objetivo, otros con mucha más calidad no llegan ni a contar con la protección de una modesta editorial que apueste por ellos. Al margen de los espectáculos que Gómez-Jurado se monta en las presentaciones o firmas de libros, de los que aquí, en Jerez, tuvimos un buen ejemplo, y de la anécdota de la mujer que le pegó con un cojín (otro elemento que forma parte de la puesta en escena), nada que reprocharle a la entrevista, sino todo lo contrario. “Bueno, father, ahora lo que toca es leer las obras completas de este señor en prueba de desagravio”, me dice mi hija. “Eso, eso. Y con los apéndices”, apostilla mi hijo. ¡Y la madre se sonríe! ¡Qué familia! José López Romero.
viernes, 7 de febrero de 2025
RÉCORDS
“El exjugador de polo acuático cubano Jhoen Lefont rompió su propio récord mundial de dominio del balón al propinar 122 toques a la pelota de fútbol en una piscina de La Habana y sumó así su segunda marca esta semana en los Libros Guinness.” Leo en un periódico. Una noticia que ya había visto en algún informativo de televisión. Y desde entonces no paro de pensar en ello. No, no piensen ustedes que me pasa como a aquel vendedor de vinos que Vuillard nos presenta en su novela ‘4 de julio’ del que nos dice: “entre dos idas y venidas a la bodega, le había quedado tiempo para forjarse opiniones, una concepción del mundo”. Mi pensamiento es mucho más modesto que forjarme una concepción del mundo a través de un récord inútil. Porque eso es lo que me hizo pensar: ¿para qué tanto toquecito al balón metido en una piscina? ¡Cuánto más valioso hubiera sido tanto tiempo invertido en la preparación y ejecución de ese récord, si el tal Jhoen lo hubiera dedicado a la lectura e incluso a compartir esta en un club (tan discutidos últimamente)! En un viejo artículo de Javier Marías titulado “Superación”, el magnífico escritor criticaba esa obsesión que se ha adueñado en esta sociedad por ser el mejor, por destacar en algo, por poner en riesgo la propia vida con retos inútiles y sin sentido. El selfie más arriesgado ya se ha cobrado cientos de víctimas, por no decir el señor de 90 años que corre una maratón como si en ello le fuera la vida eterna (la única a la que ya puede aspirar). Irene Vallejo comentaba en uno de sus artículos (“Esos locos desinteresados”) la anécdota del discípulo de Euclides que cuando el maestro le enseñaba las bases de la geometría, aquel le preguntó “¿qué ganancia conseguiré con esto?”. Es cierto que a veces no logremos entender la trascendencia de alguna actividad humana; el gran Nuccio Ordine (fallecido hace poco) tituló uno de sus libros ‘La utilidad de lo inútil’ haciendo referencia a los estudios humanísticos. Pero lo que está claro es que el libro Guinness está lleno de récords que dicen muy poco en favor de la inteligencia y del sentido práctico del género humano. El afán de superación es el motor que nos ha hecho progresar a lo largo de la historia de la Humanidad, sin duda; pero el afán por ostentar el récord más inútil delata nuestra cara más estúpida. José López Romero.