En ‘La Calera’, novela de Thomas Bernhard, Konrad, el protagonista, confiesa que la sola palabra “funcionario” le hace vomitar. Y todo porque durante el invierno la máquina quitanieves sí llega a la casa de su sobrino Hörhager, funcionario municipal, y no a su ‘Calera’ que se encuentra a pocos metros de distancia. Aunque esta diatriba contra el funcionario y los privilegios municipales de que gozan (estoy hablando de ‘La Calera’) se encuentra en las primeras páginas de la novela, el estilo de Bernhard, no apto para el común de los lectores (de naturaleza poco voluntariosa para la letra impresa), por sí mismo no invita a tomar la opinión de Konrad como un argumento más que añadir a esa campaña de acoso y derribo contra el funcionario, que de un tiempo a esta parte se ha abierto en la opinión pública de este país. En estos tristes días de recortes de sueldos, consecuencia de los desmedidos despilfarros, un periódico publicaba una entrevista a estos nuevos “apestados” de la sociedad; en ella se lamentaba de la campaña de “demonización” a que se está sometiendo al funcionario, cuando todos se han ganado su puesto de trabajo en unas oposiciones, a las que se ha podido presentar –argumentaba- cualquier ciudadano de este país que tuviese los requisitos correspondientes; entre ellos, una determinada titulación académica (bachillerato; carrera universitaria, etc.). Sobre la leyenda negra de que el funcionario trabaja poco y mal, yo soy de la opinión de que en cualquier profesión, como en cualquier empresa (en las privadas también) hay buenos, regulares y malos trabajadores. Porque trabajar no depende de la seguridad y estabilidad, sino de la ética profesional del individuo: el que es vago e incompetente, lo es en lo público y en lo privado; como también viceversa, el que es bueno… Pero los males de este país no son los funcionarios, aunque reconozcamos también su excesivo número (y esta vez no hablo de ‘La Calera’); los males económicos que ahora sufrimos son los ministerios que no sirven para nada, el dinero malgastado, los sindicatos, y un largo etcétera que termina y empieza en quien negó la crisis. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
viernes, 28 de mayo de 2010
miércoles, 19 de mayo de 2010
LA GOLFEMIA
Salvador María Granés fue uno de esos escritores que gozó de fama y reconocimiento público por sus habilidades en un género tan español como la parodia. En ‘La realidad esperpéntica (aproximación a ‘Luces de bohemia’)’, libro que por otra parte citaba hace unas semanas, Alonso Zamora Vicente nos ofrece una exhaustiva relación de todas las óperas, zarzuelas y numerosas obras de teatro que sufrieron las versiones paródicas de Granés, fecundo libretista del género. Así, ‘Dos fanatismos’ de Echegaray se convirtió en ‘Dos cataclismos’; ‘La pasionaria’, de Leopoldo Cano, se trocó en ‘La sanguinaria’; ‘Thermidor’, drama de Sardou, pasó a llamarse ‘Thimador’; la ‘Tosca’ de Puccini, en ‘La fosca’, y así una larga y prolífica lista que el lector curioso puede también consultar en la Biblioteca Virtual Cervantes, donde puede encontrar los textos de muchas de estas obras, entre ellas ‘La golfemia’, parodia de la ópera ‘La bohème’ de Puccini, que se estrenó en el Teatro de la Zarzuela de Madrid el 12 de mayo de 1900. Zamora Vicente confiesa que no puede precisar la vigencia oral de la palabra “golfemia”, pero debió de circular con profusión en la conversación ordinaria, ya liberada de su origen literario. Una mezcla de golfería y bohemia “que nos lleva a través del ambiente de un Madrid absurdo, brillante y hambriento. El mundo de artistas pobretones, desmelenados… un eco más o menos cercano de los personajes de la ópera de Puccini queda aún en la parodia: Mimí se convierte en Gilí; Rodolfo, en Sogolfo; el músico queda en organillero; Marcelo, pintor, se convierte en Malpelo, pintor de brocha gorda”. Lo importante de la parodia como mecanismo consiste en dejar siempre al menos una pequeña pista que le permita al lector o al espectador reconocer al personaje parodiado. Hoy, la golfemia, como clase social, no la constituyen artistas pobretones y hambrientos de un Madrid finisecular que abría los ojos al nuevo siglo XX. Si Granés levantara la cabeza y cogiera la pluma, pintaría una España llena de golfos de coche oficial, de maletines y empresas, de despilfarro o apropiación de dinero público, de jueces prevaricadores, gentuza que A. Machado definía perfectamente: “trepadores y cucañistas, sin otro propósito que el de obtener ganancia y colocar parientes”. ¿Nombres? No hace falta ni deformarlos ni citarlos porque lamentablemente todos los conocemos. ¿Y los artistas? Panda de pelotas subvencionados, lameculos de la ceja, que deshonran a aquella otra golfemia, la más honesta, de pobretones y hambrientos; esa golfemia que nos pintara Valle-Inclán en la heroica figura clásica de Max Estrella. José López Romero.
miércoles, 12 de mayo de 2010
CATEGORÍAS
“¡Ea, ya lo has conseguido! Ya has titulado uno de tus artículos con tu palabra favorita ‘Prohibir’ (mi hija en un ataque de vengativo reproche). Y, embalada, seguía: “Ya me conozco la película: “niña no hagas esto; niña no digas eso…” (mi hija en pleno ataque rebelde-reivindicativo). Y ahora te da por prohibir libros por malos. A ver ¿cuántas clases o categorías de libros existen en tu opinión?” (pregunta en tono tan mordaz como capcioso). No me arredré, compuse el continente y me dispuse al contenido. “Hija mía (mi padre en un ataque de paternalismo cursi), permíteme que en lo tocante a libros te imparta una pequeña lección, porque algo sé del tema, aunque no todo lo que quisiera (mi padre en pleno ataque de falsa modestia). Hay libros, los menos aunque en buen número que disfrutan de la categoría de “clásico” y es su lectura obligada no una, sino varias veces si queremos hacer méritos para subir al cielo. Todas las épocas cuentan con sus clásicos, más antiguos como los textos homéricos, o más modernos, como los cervantinos o shakespearianos, o incluso actuales, entre los que se contarían sin duda buena parte de la narrativa hispanoamericana y poetas como Machado o Juan Ramón. En un escalón más bajo estarían autores y obras que han dejado también su sello para la posteridad y han sido fuente e influencia para escritores de sucesivas generaciones; autores, algunos secundarios, pero otros de primera fila que disfrutan de lugar privilegiado en la historia de la literatura. Pero la mayor parte de los libros, los literarios incluidos, que se hacen hoy en día, y aunque no tenemos perspectiva temporal suficiente, serán sin duda prescindibles y, por ello, cruelmente olvidados. Esos libros (y la historiografía local tiene excelentes ejemplos últimamente) no sólo contribuyen al impacto medioambiental de la desertización, sino que me atrevo a pronosticar que pueden lesionar seriamente la capacidad intelectual de quien se arriesgue a su lectura. “¿Y tus libros?” (mi hija a degüello). “¿Los míos? Al calor de tu amor los hice”. “Touchée, father”. José López Romero.
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