“-Eso digo yo -replicó Pinillos-, y si no esto, vaya, que sea una gran plaza de toros, ya que en este país son tantos los aficionados a ese espectáculo nacional. -Según eso, ¿usted se contará en el número de ellos? -¡Yo partidario de ese horrible espectáculo que repugna a los sentimientos de humanidad y filantropía! ... ¡Ver aque¬llos pobres animales, que después de prestar al hombre todos los servicios imaginables, son pagados con la muerte más cruel y bárbara!... ¡Vaya, marqués, usted me ofende con semejan¬te suposición! Felizmente -prosiguió el charlatán tomando re¬suello-, la falta de buenos toreros por un lado, y la degene¬ración de las castas de toros por otro, irán desterrando de nuestra patria este inmoral espectáculo, y trayéndonos en su vez las carreras de caballos y las luchas de boxeards. jEstos sí que son espectáculos magníficos! Ver aquellos fornidos atle¬tas cuán ligeramente se inclinan y se elevan, retroceden y ade¬lantan, retuercen sus cuerpos como culebras, mueven los brazos como las ruedas de un vapor, y descargan vigorosos rounds que, sin hacerles pestañear, les destrozan!... Y luego aquel público que, ebrio de entusiasmo, aplaude, vocifera, gesticula, atraviesa enormes apuestas, y, semejante a1 romano, aplaude fuera de sí si al caer exánime el boxer vencido, conserva aun una postura belicosa y arrogante. ¡Esto sí que es magnífico y digno de verse!.” Me he permitido empezar mi artículo con esta extensa cita porque, al margen de estilos, su contenido sigue estando de actualidad. El personaje que muestra su rechazo por la fiesta nacional, es decir, los toros, y ensalza el boxeo (“espectáculo magnífico” ver cómo se “destrozan” dos hombres), es Próspero Pinillos, joven jerezano, hijo de un honrado y rico extractor de Jerez, que vuelve a su ciudad después de haber pasado una temporada en Inglaterra (esa especie de “anglofilia militante” que, según Caballero Bonald en su novela “En la casa del padre”, debía pagar toda familia bien dedicada al negocio del vino) y, como lo califica el narrador: un charlatán. Pero estoy dilatando con premeditación el dato de la obra y el autor a los que pertenece este fragmento, porque la actualidad por polémico de su contenido nos haría suponer (al margen de estilos, como ya he avisado) que se debe a la pluma de un escritor moderno y, sin embargo, la cita procede de nuestro paisano Luis Coloma y de su obra “Solaces de un estudiante”, novelita que Coloma tenía terminada a finales de 1869 (cuando sólo contaba 18 años de edad) y a la que le había puesto por primer título “De la tierra al cielo”, aunque fue en la década de 1880 cuando la reformaría y la ampliaría. En cualquier caso, y en la suposición de que este fragmento se incluyera en la redacción definitiva, no deja de sorprendernos la vigencia de su contenido. ¿Toros? Muchos de los que rechazan esta fiesta por su crueldad, seguro que no ven con tan malos ojos que dos hombres o mujeres se peguen, se destrocen y hasta se maten en un ring. Sempiterna hipocresía. ¿Coloma? Ya lo ven, a pesar del tiempo y de los prejuicios, escritor moderno. José López Romero
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
sábado, 26 de marzo de 2011
viernes, 18 de marzo de 2011
NI PRIMERA, NI ÚLTIMA
No fue aquélla la primera vez ni, seguro, será la última. Hace unos días algunos medios de comunicación volvían a poner de actualidad una pequeña pero muy interesante biblioteca que allá por 1992 se había descubierto emparedada entre los muros de una casa, a la que su dueña iba a hacerle algunas reformas. El lugar de este descubrimiento: Barcarrota, provincia de Badajoz, de apenas unos 4000 habitantes y cercano a la N-435. ¿Su propietario? Se supone que fue un judío portugués que, antes de huir a su país natal por miedo a la Inquisición, prefirió el emparedamiento de los libros, antes que su quema y desaparición. Y aunque en la segunda mitad del siglo XVI, periodo en que puede fecharse la biblioteca, Barcarrota no pasaría de ser una triste aldea, perdida en la geografía extremeña, el judío no las tendría todas consigo sabiendo lo largo que a veces puede llegar a ser el brazo siniestro de la represión. Entre las joyas bibliográficas encontradas, un ejemplar de “El Lazarillo” salido de la imprenta de los hermanos Mateo y Francisco del Canto en Medina del Campo, en 1554, es decir, el mismo año en que también se editó en Burgos, Alcalá y Amberes, que se tienen como las primeras ediciones de la gran novelita de Diego Hurtado de Mendoza. Y como ya decía, no ha sido ésta la primera vez que se encuentra una biblioteca emparedada, ni será tampoco la última. Pero después de veinte años de su descubrimiento, ¿por qué ahora vuelve a la actualidad este hallazgo? Pues porque hasta hace poco no se ha podido recuperar otra de sus joyas: una nómina o sello acuñado en Roma el 23 de abril de 1551 “extraviado” y milagrosamente recuperado en cuanto la propietaria de la casa y vendedora de la biblioteca a la Junta de Extremadura, se dio cuenta del “extravío”. Los tortuosos caminos de la desaparición y posterior resuperación de esta pieza son, como los de Dios, inextricables, y su detalle se lo ahorramos al lector. Valga, haciendo un apresurado resumen, como conclusión que un alto cargo de la política nacional “se lo llevó a su casa”. Y ustedes se preguntarán ¿pero hay políticos que sepan de joyas bibliográficas? De todo hay en la viña del Señor, y más si son “regaladas”. Yo me permitiría añadir a modo de augurio: ni ha sido ésta la primera vez, ni será, seguro, la última. José López Romero
viernes, 11 de marzo de 2011
ESCRITOS GASTRONÓMICOS
Al Doctor Thebussem, seudónimo tras el que se escondía el hidalgo asidonense Mariano Pardo de Figueroa (1828-1918), debemos, amén de una profusa colección de artículos que encendieron la mecha del cervantismo en España, del inicio en nuestro país de los estudios sobre historia postal, filatelia y exlibrismo, la dignificación de la gastronomía como tema literario. Siempre provocador, en 1876 dirigió una carta pública titulada “Jigote de lengua” al Jefe de las Cocinas Reales censurando el formato y redacción de las listas de comida de Su Majestad, y sugiriendo la necesidad de que apareciera en ellas un plato nacional. El asunto, considerado baladí por muchos e interpretado por otros como una grave falta de cortesía hacia el rey Alfonso, agradó sin embargo a éste, que pidió a su amigo José de Castro y Serrano (“Un cocinero de Su Majestad”) que invitara a Thebussem a iniciar una polémica en la prensa para su deleite personal y para mayor aprovechamiento de todos. Las epístolas cruzadas entre Castro y Thebussem marcaron el referente del buen gusto en la mesa y la cocina del momento. Refugiándose en su fingida nacionalidad alemana, el Doctor aprovechó para analizar la relación de los españoles con la comida (desconocimiento de la verdadera alimentación, falta de higiene en las cocinas, malos hábitos…) y para celebrar la calidad de los productos y la variedad de guisados existentes. Castro le animó a dirigir una campaña para promover una “cocina nacional”, previa recopilación de las recetas más significativas y catalogación de los manjares más característicos, asunto que atraía al asidonense pero que consideraba casi irrealizable. Cuando Thebussem viajó a Madrid en el invierno de 1887 para preparar la edición de La mesa moderna, que reuniría los comentados artículos y algún otro –como “Los alfajores de Medina Sidonia”, por el que había sido nombrado miembro de la Sociedad de Gastrónomos y Cocineros de Londres–, las mejores mesas y casas de la Corte se disputaron su presencia, y se le premió con el título de Presidente de la Sociedad del Arte Culinario de Madrid. En el libro que presentamos (editorial Renacimiento, 2011), Jesús Romero Valiente , natural también de Medina Sidonia, doctor en Filología y desde hace muchos años profesor de Latín en el I.E.S. Padre Luis Coloma y conspicuo investigador de variados asuntos de su pueblo, nos ofrece una selección de otros escritos gastronómicos de Thebussem, menos conocidos pero no por ello menos jugosos. “Montiño y Gouffé”, “Cocinero y santo”, “Juan de la Mata ”… son más que reseñas bibliográficas; en “Ajilimójili” se funden Gastronomía y Lingüística; respuestas a consultas sobre recetas, usos culinarios, etiqueta en la mesa o historia de la cocina son “Pelitriques”, “Arrepápalo”, “Con dos dedos”… “Leyes y cañas” se refiere al modo de tomar la manzanilla, y “Los Gippinis”, a un pleito que enfrentó al pastelero gaditano Domenico Gippini con el Ayuntamiento de Jerez. Dotado de finísimo humor, Thebussem ilustra sus escritos con chascarrillos y anécdotas, y a veces lo culinario se convierte en pretexto para desarrollar sabrosos cuentos, como “Pastel de bonijo” o “Sopas de ajo”. José López Romero.
sábado, 5 de marzo de 2011
CITAS
Cada vez que se ponía a leer, no le faltaba a mano un lápiz con el que iba subrayando algunas frases. Había quien ya llegaba a pensar que sólo leía para subrayar esos breves fragmentos que después pasaba con escrupulosidad oriental a su ordenador portátil. Tenía en el escritorio varias carpetas abiertas cuyos nombres respondían a otros tantos temas, algunos tan universales como el amor, el dinero, la muerte, la amistad; pero otros eran más intrascendentes, asuntos de actualidad, de pervivencia efímera. Pero a la tecnología, añadía procedimientos más artesanales, y siempre se acompañaba de una libretita en la que tenía anotadas las frases más felices, las clásicas y las universales, las conocidas por todos pero también las más originales; en definitiva, aquellas perlas que le garantizaban el éxito social fuera la situación que fuera, ni importaba el contexto para decirlas ni falta que hacía. Y cuando las lecturas no lo abastecían de las citas necesarias, de inmediato se conectaba a Internet, ponía en su buscador el tema o los autores de cabecera y en sus páginas encontraba, seguro, ese buen ramillete de frases que perseguía. Antes de una comida con amigos o de empresa, o de una fiesta, mientras su mujer terminaba de arreglarse, él encendía el ordenador, ponía encima de la mesa la libreta e iba memorizando las veinte frases de la noche que, de una manera u otra, largaría a sus interlocutores. Pero antes de aquel ceremonial, se había informado con todo detalle de la lista de invitados y había hecho previamente una buena selección de citas, con las que al tiempo que quería agradar, lo importante era quedar elegante. Por su cabeza paseaban Óscar Wilde (un verdadero clásico en esto de citar), Montesquieu, algún que otro filósofo ocurrente (entre su repertorio no faltaba algo de Pascal o de Descartes), algunos escritores alemanes (Goethe era siempre un seguro de éxito) y últimamente había incorporado a Coetzee, cuyo premio Nobel lo avalaba, y entre los hispanos Borges no tenía todavía igual. Notaba que de un tiempo a esta parte los clásicos grecolatinos, Shakespeare y los escritores áureos empalagaban un poco a su auditorio; alguna mueca de hastío había observado en la última cena cuando citó dos versos del “Othelo” que se había aprendido un poco antes de salir de su casa. Pero aquella noche, cuando el matrimonio se preparaba para otra cena en casa de unos amigos, el ordenador no le encendía y no encontraba la libreta, entonces se fue para la cocina y se tomó una cerveza y una ginebra doble porque esa mezcla era el recurso recomendado por Dickens -¡huy, otra cita!- a quienes están a punto de suicidarse. José López Romero.
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