Reconozco mi fracaso más estrepitoso, sin paliativos ni paños calientes, en aquella vieja idea, que ya expuse en esta misma página hace un tiempo, de intentar convertir el almuerzo familiar en refectorio poético, a la manera del bíblico y hagiográfico de los admirables hijos de San Bruno. Mi hijo se matriculó en la carrera más difícil de la Universidad de Sevilla con tal de poner kilómetros por medio, mi hija cada vez que le tocaba la lectura del poema sospechosamente quedaba para comer con los amigos, y mi mujer leía con la misma entonación con que lee las sanciones tributarias. Un desastre. “Familia en serio peligro de desestructuración”, nos diagnosticaron, y todo por poner un poema en nuestras vidas. Y como sigo pensando que la idea no es sólo buena, sino necesaria, por pura higiene espiritual, no me ha quedado más remedio que cambiar de estrategia. Y ahora voy soltando poemas por la casa como el que no quiere la cosa. El otro día, puse dos sonetos de amor de Neruda al lado de la lista de la compra, que tenemos pegada en el frigorífico; la semana pasada antes del encender el televisor, coloqué en la pantalla los magníficos poemas que Borges dedicó al ajedrez; y entre el cristal y la mesa del salón, no falta un poema (ahora tengo “La casa” de Lina Zerón) que suelo renovar cada dos o tres días. Y lo último ha sido comprar rollos de papel higiénico con poemas impresos, curiosa e interesante forma de acercar la poesía que encontré por Internet. Así, aprovechamos el tiempo hasta en los momentos más íntimos. Pero ahora se me ha suscitado un problema meta-físico: ¿cómo voy a utilizar yo ese papel con lo que me gusta la poesía? José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
sábado, 30 de abril de 2011
sábado, 9 de abril de 2011
INSENSIBLE
No sé si la insensibilidad que padecemos es un lamentable estado coyuntural en tiempo y en espacio (pasajero y local o nacional), o se ha extendido por la faz de la tierra, hasta convertir el planeta que a duras penas ya nos sustenta en una enorme bola de abulia, apatía y hasta parálisis emocional. Lo cierto es que ha tenido que venir un francés de 93 años para hacernos levantar de esos sillones en los que dormitan nuestras conciencias, e incitarnos a gritar “Indignaos”. Un panfleto de apenas 32 páginas en las que vuelca Stephane Hessel toda su indignación por la grave crisis económica, por los problemas sociales, por la corrupción política (¡y él vive en Francia!), pero también nos llama a la solidaridad, al respeto al prójimo, el amor a la libertad, etc. Muchos vicios y apenas virtudes de esta sociedad actual realmente enferma, para la que el grito “Indignez-vous!” se me antoja escasa medicina. Y lo más curioso del caso es que al parecer el tal panfleto ha sido un éxito de ventas en el país de la “grandeur”. ¿Insensibilidad? Lo mismo el ser humano es más contradictorio que abúlico (unos, la mayoría, indignados; y otros y otras que han perdido la dignidad). Pero no es el primer caso. Vargas Llosa en el breve pero magnífico ensayo que dedica a la obra “Opiniones de un payaso” de Heinrich Böll, también se sorprendía del extraordinario éxito que llegó a tener una novela en la que el escritor alemán denunciaba y les hacía ver a sus paisanos el coste moral y ético que les estaba suponiendo el progreso económico, y les advertía de las heridas aún sin cerrar de una sociedad todavía no respuesta completamente de los horrores del nazismo. Éxito de ventas que le llevaba a Vargas Llosa a preguntarse “¿Qué concluir de esta extraña operación en la que el severo aguafiestas es trocado, de pronto, por aquellos a quienes fulmina con sus dardos, en el rey de la fiesta?” En cualquier caso, estemos o no estemos bajo los efectos de una apatía ya alarmante, o se diagnostique como enfermedad leve de carácter pasajero, una especie de alergia propia de la crisis que sufrimos, lo cierto es que nunca hemos necesitado con más urgencia un Heinrich Böll que nos zarandee y nos ponga delante de nuestras caras, porque de otra manera lo mismo lo negaríamos, toda la miseria moral, o un Stephane Hessel con el que gritar nuestra indignación. ¿Motivos? ¿hay alguien que necesita que se los enumere? Pero mucho me temo que en este país apenas quedan escritores de la talla de un Heinrich Böll, y nuestros ancianos mucho hacen con sobrevivir en estos tiempos con la pensión que les ha quedado después de una vida dedicada a trabajar. Los escritores de tertulia y ceja no están por la labor, porque sólo les ha interesado salvar sus posaderas. El problema es que en un país de extremos, pasemos del “indignaos” al castizo, pero nada recomendable y siempre recriminable, “leña al mono que es de goma”. José López Romero.
sábado, 2 de abril de 2011
ALERGIA
Así como muchos mortales somos alérgicos a toda clase de partículas y sustancias, aquel viejo profesor de Literatura había desarrollado su hipersensibilidad al verbo “recomendar”. No se extrañen. ¿Quién no conoce a alguien alérgico al verbo “trabajar”, y entre los políticos, a los sustantivos “honradez” e “inteligencia”?. El alérgeno le venía de sus primeros años de docencia y de la denuncia que le interpuso un compañero de trabajo por daños y perjuicios por haberle recomendado un libro. Los daños, alegaba la víctima, habían sido psicológicos (le había producido un rechazo a la letra impresa), y los perjuicios, económicos, pues el libro le había costado un dineral. Y aunque en el proceso se demostró su inocencia por la inconsistencia de la denuncia (aquél era el primer libro que leía en su vida aquel compañero y seguramente fuera ya el último), el juez le conminó a no hacer más recomendaciones si no quería verse envuelto en más problemas. Y a partir de aquel lamentable suceso, cada vez que en alguna conversación entre amigos barruntaba que alguien le iba a pedir que sugiriese algún libro, le empezaba a salir un sarpullido por todo el cuerpo, sentía picores y más de una vez hubo de ir a urgencias para que le administraran un antihistamínico. Pero aquello no tenía cura, aquella alergia se le había vuelto crónica y los especialistas le habían aconsejado (ellos también en la consulta evitaban en su presencia el uso de “recomendar”), que evitase las situaciones de peligro, sobre todo en navidad y al comenzar el verano, épocas del año en que no hay revista o periódico que no incluya su sección de “libros recomendados”, y él, como profesor de Literatura, pertenecía a eso que se había dado en llamar “grupo de riesgo”. Así, empezó a desarrollar un sexto sentido para huir de las situaciones comprometidas (conversaciones, cenas, copas con amigos o conocidos) y se volvió un poco más huraño, un individuo que llegaba a comportamientos antisociales cuando de libros se trataba. Y aunque siempre iba con uno en la mano, nunca y a nadie le dejaba que viese la portada, ni siquiera su título, no fuera que los síntomas de la enfermedad se le extendieran a la simple visión ajena de lo que él leía. Harto de pasar por consultas, alguien terminó por decirle que podía mejorar con más comprensión y generosidad por su parte, y si se rodeaba de personas más inteligentes. Cuando pudo jubilarse, tomó un avión y ahora está en paradero desconocido. José López Romero.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)