Sin duda Sebastián Rubiales es un majareta. Porque solo
la generosidad de los majaretas, como él dice, puede escribir y regalarnos un
libro como “Los lugares prohibidos” (Renacimiento, 2004). Un libro de viajes
que no es exactamente tal, un libro de reflexiones y meditación sobre el ser
humano y sus circunstancias pero que tampoco lo es en sentido estricto. Además,
¿qué tienen que ver la plaza de San Marcos, en Venecia, con Majarromaque; qué
relación puede existir entre Tesalónica y el Salto al cielo? Quien se acerca a
un libro de viajes suele encontrarse con una determinada geografía y una misma
perspectiva, la mirada atenta y escrutadora del viajero que quiere apresar el
instante, convertirlo en palabras, y con ello elevarlo a la categoría de
historia. Más lejos de la intención de Sebastián Rubiales, para quien el
paisaje, los distintos lugares que nos va describiendo se forman, como nuestro
propio yo, y de ahí la estrecha relación que mantiene el autor con todos, con
“mimbres de olores, luces y sombras, vegetaciones, humedades, vientos y mares,
sonidos, palabras ignoradas, creencias esplendorosas, sueños fracasados –valga
la redundancia-, proyectos, recuerdos…” Porque a través de las descripciones de
Rubiales sentimos el olor dulce y pegajoso de Tesalónica, como podemos imaginar
la vista de París que a nuestros encendidos ojos se ofrece desde la altura del
Château d’Eau; o como disfrutamos de los colores rosados y anaranjados del
atardecer de la desembocadura del Guadalquivir; o incluso olemos la derrota en
el Cabo de Gracia de todos los que, incautos, naufragaron en ese “mar altanero
y desafiante que no esconde los peligros”, ayudado por el viento de Levante,
“que tiene la voluntad artera de quien vive en el doblez de la traición, pero
en esta costa se siente tan dueño, tan infinitamente poderoso, que ni siquiera
se toma la molestia de parecer amable”. Los paisajes o lugares prohibidos de
Sebastián Rubiales son, como él quiere, sensaciones, páginas de historia, y
sobre todo belleza, perfección (plaza de San Marcos), y sueños (Majarromaque);
lugares soñados que si el viajero se deja llevar, sin las prisas y la
impaciencia de los europeos, te ofrecen lo mejor de ellos, porque no de otro
modo puede encontrarse a sí mismos (San Juan de Puerto Rico). Ya decíamos al
principio que no era este libro una meditación, y sin embargo cuando hemos
pasado su última página y cerrado el libro, no hemos podido por menos que
dedicar unos minutos a reflexionar sobre la necesidad, cada vez más urgente,
que tiene el ser humano por hacerse con sus propios “lugares prohibidos”, o
soñados, o deseados. Sebastián Rubiales nos invita a celebrar la belleza, a
“pasear despreocupados por los lugares prohibidos para recibir en el rostro el
airecillo húmedo del mar y, en las manos, la luz azul de la tarde que comienza
a ser noche”. Yo, Sebastián, también quiero ser un majareta. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
sábado, 13 de diciembre de 2014
sábado, 6 de diciembre de 2014
PASIONES Y PENUMBRAS
A
diferencia de los narradores, poco proclives a cambios cuando el método
funciona, el poeta, el bueno, está en un permanente proceso de transformación y
renovación, a menos que quiera convertirse en un productor industrial de poemas
prefabricados. Y digo todo esto porque acabo de leer el último poemario que se
añade a la ya larga trayectoria poética de José Lupiáñez titulado “Pasiones y
penumbras” (ed. Carena, 2014) y los cambios son significativos con respecto a
“La edad ligera” (2007), su penúltimo libro, cambios que nos muestran la
permanente preocupación del poeta, la búsqueda de nuevos tonos que incorporar a
su ya rico acervo literario. Una trayectoria poética la de J. Lupiáñez
cuyas cifras pueden impresionar: el año
que viene se cumplen los treinta y cinco de su primer libro “Ladrón de fuego”.
Pero es que Lupiáñez –todo hay que decirlo- empezó muy joven en este siempre
esforzado oficio de hacer versos. Una obra poética tan dilatada como fructífera
y variada, con una exultante madurez que va del barroquismo, al intimismo y de
este a una poesía escrita a luz de las pasiones y a las tímidas sombras de las
penumbras. Pero ni en los poemas más apasionados la luz nos ciega, ni en las
penumbras la oscuridad es tan completa. En muchos de estos últimos poemas se
percibe un fondo de melancolía, consecuencia de una madurez que es conciencia
de lo vivido y también de lo inexorablemente perdido. No nos sorprende el
abundante uso del alejandrino, del heptasílabo, de estructuras estróficas tan
clásicas como intemporales como el soneto (ya en alejandrinos, ya en
endecasílabos. Magnífico el conjunto dedicado a los meses), y no nos sorprende
porque sabemos del gusto clásico, la influencia que sobre Lupiáñez han ejercido
(porque los conoce como pocos) desde Garcilaso (“Voseo garcilasiano”), San
Juan, pasando por Góngora, Bécquer hasta llegar al gran Darío, y porque ya en
su “Número de Venus” nos dejó excelente constancia de su dominio del
alejandrino. “Sobre las aguas”, el poema que cierra la primera parte del libro,
antes de comenzar con las “penumbras” es un ejemplo del tono decadente,
melancólico, misterioso e inquietante que domina buena parte de los poemas:
“por esas ondas iba tu belleza, libre, / coronada de trinos, inventando
reflejos / de gloria fugitiva, encendiendo deseos / y penumbras en mi alma…”.
El poema inicial “Alguien me llama” nos trae ecos del “pórtico” de “Número de
Venus”; y otros se resuelven en una de las constantes de la poesía de Lupiáñez:
la captación de escenas que evocan momentos de un pasado que ahora, a la
melancólica luz de las penumbras se recuerda (“Niño antiguo”) o parecen
leyendas en verso (“Otoño en la Alpujarra”). La desnudez de la amada, los
abrazos, las caricias forman parte de esas pasiones a veces efímeras, otras
insatisfechas, otras interrumpidas (“No le abras a nadie”). Pero también las
penumbras, el compromiso con su tiempo (“Éxodo”), la tristeza de los días (“Día
gris”) y, finalmente, el sentido de acabamiento y pérdida: “Adiós a cuantos
fuisteis marineros conmigo, / cuando la mar nos daba con su furia en el rostro.
/ ¿Para qué la nostalgia? ¿Acaso fuimos libres? / Adiós, nuestro navío se ha
perdido en la noche; / el puerto queda lejos y nadie nos aguarda.” (“Canción
del hereje”). “Pasiones y penumbras”, un libro pleno. José López Romero.
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