A
diferencia de los narradores, poco proclives a cambios cuando el método
funciona, el poeta, el bueno, está en un permanente proceso de transformación y
renovación, a menos que quiera convertirse en un productor industrial de poemas
prefabricados. Y digo todo esto porque acabo de leer el último poemario que se
añade a la ya larga trayectoria poética de José Lupiáñez titulado “Pasiones y
penumbras” (ed. Carena, 2014) y los cambios son significativos con respecto a
“La edad ligera” (2007), su penúltimo libro, cambios que nos muestran la
permanente preocupación del poeta, la búsqueda de nuevos tonos que incorporar a
su ya rico acervo literario. Una trayectoria poética la de J. Lupiáñez
cuyas cifras pueden impresionar: el año
que viene se cumplen los treinta y cinco de su primer libro “Ladrón de fuego”.
Pero es que Lupiáñez –todo hay que decirlo- empezó muy joven en este siempre
esforzado oficio de hacer versos. Una obra poética tan dilatada como fructífera
y variada, con una exultante madurez que va del barroquismo, al intimismo y de
este a una poesía escrita a luz de las pasiones y a las tímidas sombras de las
penumbras. Pero ni en los poemas más apasionados la luz nos ciega, ni en las
penumbras la oscuridad es tan completa. En muchos de estos últimos poemas se
percibe un fondo de melancolía, consecuencia de una madurez que es conciencia
de lo vivido y también de lo inexorablemente perdido. No nos sorprende el
abundante uso del alejandrino, del heptasílabo, de estructuras estróficas tan
clásicas como intemporales como el soneto (ya en alejandrinos, ya en
endecasílabos. Magnífico el conjunto dedicado a los meses), y no nos sorprende
porque sabemos del gusto clásico, la influencia que sobre Lupiáñez han ejercido
(porque los conoce como pocos) desde Garcilaso (“Voseo garcilasiano”), San
Juan, pasando por Góngora, Bécquer hasta llegar al gran Darío, y porque ya en
su “Número de Venus” nos dejó excelente constancia de su dominio del
alejandrino. “Sobre las aguas”, el poema que cierra la primera parte del libro,
antes de comenzar con las “penumbras” es un ejemplo del tono decadente,
melancólico, misterioso e inquietante que domina buena parte de los poemas:
“por esas ondas iba tu belleza, libre, / coronada de trinos, inventando
reflejos / de gloria fugitiva, encendiendo deseos / y penumbras en mi alma…”.
El poema inicial “Alguien me llama” nos trae ecos del “pórtico” de “Número de
Venus”; y otros se resuelven en una de las constantes de la poesía de Lupiáñez:
la captación de escenas que evocan momentos de un pasado que ahora, a la
melancólica luz de las penumbras se recuerda (“Niño antiguo”) o parecen
leyendas en verso (“Otoño en la Alpujarra”). La desnudez de la amada, los
abrazos, las caricias forman parte de esas pasiones a veces efímeras, otras
insatisfechas, otras interrumpidas (“No le abras a nadie”). Pero también las
penumbras, el compromiso con su tiempo (“Éxodo”), la tristeza de los días (“Día
gris”) y, finalmente, el sentido de acabamiento y pérdida: “Adiós a cuantos
fuisteis marineros conmigo, / cuando la mar nos daba con su furia en el rostro.
/ ¿Para qué la nostalgia? ¿Acaso fuimos libres? / Adiós, nuestro navío se ha
perdido en la noche; / el puerto queda lejos y nadie nos aguarda.” (“Canción
del hereje”). “Pasiones y penumbras”, un libro pleno. José López Romero.
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