“Yo confieso que para mí perdieron el crédito
y la estimación los libros, después que vi que se vendían y apreciaban los
míos”, llegó a decir en cierta ocasión Diego de Torres Villarroel (1694-1770),
en un aparente ataque de sinceridad tan admirable como sorprendente e inusitado
en un mundo, el de las letras, donde la modestia y el reconocimiento de errores
son excepciones a la regla de la presunción y la soberbia. ¿Sinceridad?
¿Modestia? El que fuera escritor polifacético, catedrático de Matemáticas de la
Universidad de Salamanca, famoso en su tiempo por aquellos Almanaques o profecías que fueron éxito de ventas, aquel Torres
Villarroel que murió en unas dependencias privadas que la Duquesa de Alba, su
mecenas, le había cedido en su palacio de Monterrey de Salamanca, podía
permitirse el lujo de ese supuesto ataque de sinceridad porque disfrutó en vida
del aplauso popular y también de la enemistad de muchos colegas, pero sobre
todo del escándalo y la polémica. Por eso, no es de extrañar una frase que
llama la atención más por su segunda parte (el menosprecio por sus libros) que
por la primera: la desestimación de todos los demás. Una ocurrencia más feliz
cuanto más desmesurada. Porque si aplicáramos esta máxima, haría ya décadas que
hubiésemos abandonado la lectura, pues libros hemos leído que son una ofensa a
la palabra “libro”, y no digamos a la Literatura. Pero no hace falta remontarse
tan lejos en el tiempo, basta con consultar esas listas de libros más vendidos
para darle la razón a Torres Villarroel; más de un “superventas” puede hacer
perder la fe al más recalcitrante lector. Pero en la frase del gran Piscator de
Salamanca se esconde algo más profundo y desalentador: no es el crédito y la
estimación en los libros lo que pierde Torres Villarroel, sino la confianza y
hasta el respeto hacia esos lectores, ese vulgo tan vilipendiado por Lope, que
compran y aprecian sus obras. ¡Falsa modestia!. José López Romero.
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