Aunque ya pertenece a
esos lugares comunes de la literatura y, por ello mismo, en permanente estado de
cuarentena de que los poetas, la mayoría, son los peores lectores o
declamadores de sus propios versos, no podemos decir lo mismo (pero tampoco
debemos generalizarlo) de la capacidad de la mayoría de los escritores para la
conversación amena, la conferencia interesante, para, en definitiva, la
dialéctica cuerpo a cuerpo con sus lectores o curiosos de su obra. En nuestro
recuerdo perduran aquellos programas dirigidos por Joaquín Soler Serrano
titulados “A fondo”, que pueden aún recuperarse en Internet, programas por los
que pasaron los mejores escritores del siglo XX, y a los que añadiríamos
“Biblioteca Nacional”, dirigido por Fernando Sánchez Dragó, por el que conocí a
figuras internacionales ya consagradas como Umberto Eco, o el actual “Página 2”
que mantiene la misma calidad que los citados. Pues bien, de todos ellos lo que
más me sigue sorprendiendo es el poder de encantamiento que casi todos (lo
dicho: no podemos generalizar) los escritores entrevistados tienen a través de
la palabra, ya no escrita, sino enunciada oralmente, un dominio de la dicción
que a uno le lleva a atribuirles la frase que podría perfectamente enunciarse
también a la inversa: “hablan como escriben”. El poder de seducción de la
palabra hablada en ocasiones supera
incluso a la escrita, y seguramente más de una obra habremos leído por haber visto o escuchado a
su autor en los medios de comunicación. Todo esto viene a cuento porque el otro
día tuve la suerte y el privilegio de conocer y escuchar a Mauricio Wiesenthal.
Conocía de referencia sus obras, especialmente las dedicadas a sus viajes por
las reseñas que mi compañero Ramón, especialista en estos temas, les ha
dedicado en esta página; sabía además de su devoción (compartida) por el gran
Stefan Zweig, y tenía mucho interés en leer su reciente biografía sobre Rainer
María Rilke, publicada por la prestigiosa Acantilado. Sobre este libro, me
comentaba Manolo Ramos, el heroico librero, junto a Mauricio Gil Cano, de
aquella maravillosa aventura que fue “La llave de cristal”, que en la presentación
del libro en Sevilla al escuchar a Wiesenthal cerraba los ojos y es como si
estuviese leyéndolo. Doy fe por aquella breve pero inolvidable conversación que
mantuve con Mauricio Wiesenthal de que es un hombre de aquellos que nacieron
para el esplendor de la cultura renacentista; en torno a la figura siempre
presente e iluminadora de Stefan Zweig, fue hilvanando un monólogo con varias
anécdotas, como su viaje invitación a la feria del libro de Bogotá con todo
lujo de datos (memoria prodigiosa), que encandiló a sus oyentes. Y desde este
encuentro estoy deseando habérmelas con esa biografía de Rilke, o con su “El
esnobismo de las golondrinas” para volver a escuchar la palabra encantadora,
seductora de Mauricio Wiesenthal. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
sábado, 28 de mayo de 2016
sábado, 21 de mayo de 2016
ADELANTADOS
“Que a todo hombre viviente, / en
cualquiera lugar que haya nacido, / sea iroqués o patagón gigante, / fiero
hotentote o noruego frío, / o cercano o distante / le miro siempre como hermano
mío.” Cuando uno lee estos versos de José Cadalso (“Sobre no escribir
sátiras”), el gran ilustrado que ejerció tan poderosa como benefactora
influencia sobre poetas como Meléndez Valdés o el mismo Jovellanos, no puede
por menos que pensar en la rabiosa actualidad de su mensaje, a pesar de los más
de dos siglos de distancia y, lo que es más grave, lo poco o lo “casi nada” que
ha evolucionado o, lo que es peor, cuánto ha retrocedido este mundo de nuestros
pecados cuando seguimos planteándonos si todos los que vivimos en él debemos
considerarnos hermanos, al margen de geografías distantes o cercanas, de
religiones o de razas. No otra respuesta que los versos de Cadalso piden de
nosotros la grave situación de los refugiados que huyen de sus países en
guerra, o la cantidad de inmigrantes que intentan llegar a nuestras costas en
esos ataúdes humanos a los que llaman pateras. Y de la misma manera, si leemos
la oda “El fanatismo” de Meléndez Valdés, comprobamos en sus versos el lamento
del poeta por la irracional y sangrienta manera de entender las religiones,
sean antiguas o modernas: “Y, ¡ay!, en nombre de Dios gimió la tierra / en odio
infando, en execrable guerra”. No otra imagen que la que Meléndez recoge en
estos versos nos están dejando los continuos atentados que en nombre de un Dios
hecho para el odio y la destrucción asolan países y el nuestro, por desgracia,
no ha sido una excepción. Y de nuevo la pregunta es obligada: ¿es que no hemos
evolucionado nada? ¿es que lejos de mejorar, realmente hemos empeorado? Cadalso
murió en 1782 en el asedio a Gibraltar, y Meléndez Valdés murió en su exilio de
Montpellier, una víctima más de la invasión napoleónica. Hoy las obras de
Cadalso y de Meléndez Valdés siguen siendo un ejemplo de lo poco que ha
aprendido el ser humano. José López Romero.
sábado, 14 de mayo de 2016
MITOS (14)
“Un hombre de buen gusto no vive ya a mi
edad”, confesaba Imre Kertész en una reciente entrevista publicada en una
revista cultural, pocos días antes de su reciente fallecimiento, sucedido el
pasado 31 de marzo. Esta frase del escritor húngaro, premio Nobel de Literatura
del año 2002, me recordó en cuanto la leí que en parecidos términos se
pronunciaba un Miguel Delibes “puesto ya el pie en el estribo”, a sus casi
noventa años que no llegaría a cumplir. A sus ochenta y seis años, Kértesz
consideraba ya por simple cuestión de elegancia y caballerosidad no molestar
más a la humanidad con su presencia, y para eso acababa de publicar en
Acantilado “La última posada” o, lo que es lo mismo, sus diarios que abarcan la
primera década del siglo actual. Y cuando alguien a esa edad ya piensa dar por
cerrada su vida, sus familiares, incluso él mismo, se consuelan ante la
plenitud de una existencia vivida hasta el final: ha crecido, ha formado una
familia, ha visto crecer a sus hijos, y en estos casos (el de Kertész, el de
Delibes) han sido testigos privilegiados de su tiempo, que han sabido con maestría
literaria plasmar en sus obras, convertidas así en crónicas, a veces
descarnadas de unos acontecimientos que también les tocó sufrir. Porque esa
vida plena también se ha cobrado su buena parte de desgracias: ambos escritores
fueron víctimas cuando aún eran unos niños de los estragos de la guerra, y en
el caso de Kertész hasta la deportación en los campos de exterminio nazi.
Testigos de un tiempo no siempre amable para ser vivido, pero también
protagonistas de otros momentos que inscriben a ambos autores con letras de oro
en la historia de la literatura. Quizá un hombre de buen gusto no quiera ya
vivir a los años que cargaba a sus espaldas Imre Kertész, pero sus lectores le
agradeceremos de seguro su obra, su compromiso humano, el ejemplo en definitiva
que nos ha ido dando a lo largo de toda su vida, el mismo ejemplo que admiramos
en Delibes. Porque a un escritor, como a cualquier profesional, no se mide solo
por la calidad de su obra, sino también por la trascendencia de esta en sus
contemporáneos y en las generaciones futuras, y en esto tanto Kertész como
Delibes alcanzan una altura impresionante. Pero a los sesenta y ocho años no
debemos aún consentir a la muerte que se lleve a uno de los más grandes, no
debe darse por acabado el tiempo, no es de buen gusto que te llegue la hora tan
temprano. Fue a esa edad hace unos meses que nos dejó Johan Cruyff, sin duda un
Nobel del fútbol, protagonista de excepción de una época de este deporte, cuya
influencia como jugador y como entrenador aún perdura, y que también ha
plasmado en libros (unos cinco he contado en la red). Y los que somos amantes
del balompié y vimos jugar y sufrimos, por nuestros colores, a Cruyff no
dejamos de reconocer que es una figura excepcional del deporte, como Kertész,
como Delibes para la literatura. José López Romero.
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