Con este título el poeta
y profesor Jacobo Cortines presentó este mismo año en curso su poesía reunida
(1975-2016). En la extensa e interesante “Adenda” final (“huellas de la
creación”) Cortines va desvelando, a modo de diario, su proceso creador, las circunstancias
que rodean la composición de muchos de sus poemas y, sobre todo, la lucha
individual –pero en realidad universal- del poeta con la materia poética para
hacerse con una voz personal. La finca familiar en Lebrija, “Micones”, los
paisajes marineros vistos y sentidos desde la urbanización portuense de El
Manantial, y especialmente la ciudad de Sevilla, en la que vive y en cuya
universidad ha ejercido la docencia como profesor de Literatura Medieval, y por
último su anhelada y soñada hacienda “El labrador” (magnífico el poema “Nombre
entre nombres”), son los espacios en los que Cortines se inspira y trabaja para
cincelar sus versos. El contacto tan íntimo con la naturaleza, campo y mar,
pero también con los paisajes urbanos se dejan notar en unos poemas que tienen
como constante esa relación entre sentimiento e imágenes y motivos naturales
(pájaros, flores, árboles) o las calles y plazas de la ciudad, y también con el
paso del tiempo; pero otras veces es solo al hombre y su doloroso vivir al que
escuchamos y que él mismo desnuda en ese diario final. Poemas como “Reflejo en
la ventana (autorretrato)”, o “Declaración”, o “Buenas noches”, por poner
algunos ejemplos nos muestran su proceso de introspección. Sin olvidar tampoco
la corriente social, el compromiso del escritor con su tiempo, en este caso
ante la guerra (“Europa”). Finalmente, tanto en la esclarecedora introducción
como en la “Adenda”, Cortines señala como punto de inflexión de su poesía la
“Carta de junio” dedicada a su padre, un poema en tercetos endecasílabos que
sin duda es el gran poema del libro. Cortines, fino traductor de Petrarca, nos
deja un poemario de mesilla de noche. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
sábado, 17 de diciembre de 2016
sábado, 3 de diciembre de 2016
ARTE Y LITERATURA
Al hilo de algunas
lecturas últimas y el lejano recuerdo de otras que más adelante citaré, me vino
a la memoria el otro día la anécdota que Juan Mayorga incluye en su obra ‘El
chico de la última fila’: le refería Juana, gerente de una galería de arte, a
su marido Germán, un descreído del arte moderno, la historia de aquel artista
que una vez pintadas unas acuarelas y grabadas en un CD la descripción de
estas, había decidido destruirlas y exponer, como si de los cuadros se tratara,
el disco que el espectador podía escuchar para hacerse una idea de lo que
habían sido las pinturas. Ante tal ocurrencia no nos sorprende y hasta
comprendemos la falta de fe y confianza del pobre Germán en una expresión
artística que más tiene de boutade que de verdadero arte. Y esto me venía a la
memoria porque la relación de las distintas artes con la literatura, con la
lengua en general siempre ha sido muy estrecha, aunque no exenta de grandes
dificultades; expresar con palabras los sentimientos, emociones o reacciones
que despiertan en un espectador un cuadro o una escultura o, más difícil aún,
la descripción de una pieza musical es un ejercicio literario que pone a prueba
la pericia y, lo más importante, el dominio de la lengua y, sobre todo, la
inspiración del escritor. ¿Cómo traducir en palabras las notas musicales que
provocan en los oyentes los más
exquisitos y profundos sentimientos? Entre los ejemplos que a vuela pluma
acuden a mi memoria lectora, el primero es la famosa ‘Oda a Francisco Salinas’
de fray Luis de León, por cuyos maravillosos acordes llegamos, llegaba el
fraile poeta al conocimiento de Dios y a la perfección del mundo, movido a
través de esa música celestial que salía del órgano de su amigo. La casualidad
ha hecho que algunas de mis lecturas recientes aborden el tema que aquí
tratamos: música y literatura. Muchos escritores han confesado la influencia de
la música en su literatura, como tuvimos ocasión de comprobar en Cortázar,
quien en su libro ‘Clases de literatura’ nos daba una lección de jazz; como
delicada y atormentada era la música, la relación amorosa que nace y muere
entre Erika y el joven violinista en la novela de Stefan Zweig ‘El amor de
Erika Ewald’. Tonos grises, otoños e inviernos de aquella Viena de finales del
XIX, música de nocturnos de Chopin, que transformamos en ragtime, en ritmos
populares, en el más puro jazz en aquel barco, el Virginian, del que nunca
saldrá Danny Boodman T.D. Lemon Novecento, el
protagonista de la novela de Baricco; o los acordes de ‘norwegian wood’ que
Reiko le saca a la guitarra en ‘Tokio blues’ de Murakami. Pero si un escritor tuviera que destacar, en mi
opinión, de aquellos que convirtieron en palabras la música, me quedaría sin
duda con Bécquer y su leyenda ‘Maese Pérez el organista’. Leer esta joya del
relato corto es escuchar al mismo tiempo esa música extremada que nos
transporta, como el órgano de Salinas a su amigo Luis de León, al cielo. Sin
olvidarnos tampoco de ‘El Miserere’. ¡Y no hace mucho estas leyendas se leían
en Secundaria! ¡Qué tiempos! José López Romero.
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