Al hilo de algunas
lecturas últimas y el lejano recuerdo de otras que más adelante citaré, me vino
a la memoria el otro día la anécdota que Juan Mayorga incluye en su obra ‘El
chico de la última fila’: le refería Juana, gerente de una galería de arte, a
su marido Germán, un descreído del arte moderno, la historia de aquel artista
que una vez pintadas unas acuarelas y grabadas en un CD la descripción de
estas, había decidido destruirlas y exponer, como si de los cuadros se tratara,
el disco que el espectador podía escuchar para hacerse una idea de lo que
habían sido las pinturas. Ante tal ocurrencia no nos sorprende y hasta
comprendemos la falta de fe y confianza del pobre Germán en una expresión
artística que más tiene de boutade que de verdadero arte. Y esto me venía a la
memoria porque la relación de las distintas artes con la literatura, con la
lengua en general siempre ha sido muy estrecha, aunque no exenta de grandes
dificultades; expresar con palabras los sentimientos, emociones o reacciones
que despiertan en un espectador un cuadro o una escultura o, más difícil aún,
la descripción de una pieza musical es un ejercicio literario que pone a prueba
la pericia y, lo más importante, el dominio de la lengua y, sobre todo, la
inspiración del escritor. ¿Cómo traducir en palabras las notas musicales que
provocan en los oyentes los más
exquisitos y profundos sentimientos? Entre los ejemplos que a vuela pluma
acuden a mi memoria lectora, el primero es la famosa ‘Oda a Francisco Salinas’
de fray Luis de León, por cuyos maravillosos acordes llegamos, llegaba el
fraile poeta al conocimiento de Dios y a la perfección del mundo, movido a
través de esa música celestial que salía del órgano de su amigo. La casualidad
ha hecho que algunas de mis lecturas recientes aborden el tema que aquí
tratamos: música y literatura. Muchos escritores han confesado la influencia de
la música en su literatura, como tuvimos ocasión de comprobar en Cortázar,
quien en su libro ‘Clases de literatura’ nos daba una lección de jazz; como
delicada y atormentada era la música, la relación amorosa que nace y muere
entre Erika y el joven violinista en la novela de Stefan Zweig ‘El amor de
Erika Ewald’. Tonos grises, otoños e inviernos de aquella Viena de finales del
XIX, música de nocturnos de Chopin, que transformamos en ragtime, en ritmos
populares, en el más puro jazz en aquel barco, el Virginian, del que nunca
saldrá Danny Boodman T.D. Lemon Novecento, el
protagonista de la novela de Baricco; o los acordes de ‘norwegian wood’ que
Reiko le saca a la guitarra en ‘Tokio blues’ de Murakami. Pero si un escritor tuviera que destacar, en mi
opinión, de aquellos que convirtieron en palabras la música, me quedaría sin
duda con Bécquer y su leyenda ‘Maese Pérez el organista’. Leer esta joya del
relato corto es escuchar al mismo tiempo esa música extremada que nos
transporta, como el órgano de Salinas a su amigo Luis de León, al cielo. Sin
olvidarnos tampoco de ‘El Miserere’. ¡Y no hace mucho estas leyendas se leían
en Secundaria! ¡Qué tiempos! José López Romero.
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