Sé que algunos libros no
están a gusto en mi casa y que otros están muy molestos con el lugar que les he
asignado, y es una decepción que comprendo, pero que no puedo aliviarles.
Otros, en cambio, gozan de un lugar de privilegio, cerca de mi sitio de trabajo
o bien localizados y de fácil acceso. Es cierto que cada vez tengo menos
espacio y termino por acumularlos sin orden ni concierto en las estanterías
repartidas por toda la casa, y muchos se amontonan y creen sufrir la
indiferencia, si no el olvido; ellos no saben que a casi todos los tengo en la
memoria (para tenerlos a todos sería Mendel) y de que todos cuentan con mi
cariño sin condiciones. Cuando entro en mi librería de guardia y veo los
libros, todos expectantes ante su compra, y me acerco a los anaqueles y los
observo nerviosos unos, otros resignados y pacientes por el manoseo a que se
ven sometidos, me transmiten una ternura indescriptible. Cojo uno, le acaricio
la portada, lo abro y al azar leo algunos pasajes o seis o siete versos de un
poema, y con la misma delicadeza lo devuelvo a la estantería, y no puedo por
menos de notar su decepción: “¿No me compras?, ¿No te ha gustado lo que me has
leído?”, parece que me reprochan. Y cuando me decido por adquirir uno, puedo
palpar entre sus páginas la ilusión, ese cosquilleo que a todos nos entra
cuando vamos a visitar por vez primera una ciudad, y en el caso del libro
recién comprado, el que va a ser su nuevo hogar. Creo que la primera impresión
de mi casa, de mi familia no les decepciona, aunque un cierto recelo en sus más
profundas páginas sientan, pero cuando se dan cuenta de que van a ser uno más
de entre cientos y, me atrevería a decir, que de miles, y que todos se reparten
por todas las habitaciones de la casa, una mueca de desilusión e inquietud
puedo percibir en sus lomos. Y los comprendo. Un lugar nuevo, nuevos dueños en
cuyas manos está su destino: “¿me leerá?; y en cuanto me lea ¿se olvidará de
mí? ¿dónde me colocará cuando esto pase?; ¿me tirará a la basura?; ¿será capaz
de prestarme a otra manos que no sientan lo mismo con mi lectura?”, son
preguntas que sin duda se harán recelosos y compungidos. Y aunque a todos les
tengo cariño, como he dicho, la verdad es que no los quiero a todos por igual:
a la mayoría de ellos los tengo en gran estima y a muchos los llevo en mi
corazón, y a estos cuando me detengo a mirarlos, noto en ellos la complicidad
de los sentimientos y emociones compartidos, y al sacarlos de la estantería,
acariciarlos, leer alguna de sus páginas que señalé o subrayé con especial
cuidado en una lectura sin duda inolvidable (y Borges añadiría: “y ya
olvidada”), y hasta abandonarme en toda su geografía (los valles de sus líneas,
los montes de sus páginas. Ella sabe lo que escribo), puedo advertir cómo se
estremecen. Porque los libros son también mi familia. José López Romero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario