Aunque sus raíces se
hunden en el mundo clásico, con el griego Esopo y el latino Fedro a la cabeza,
quizá la consideración general de la fábula es la de ser un género menor dentro
de la historia de la literatura, que disfrutará de un espléndido renacer en el
siglo XVIII con Félix María Samaniego y Tomás Iriarte en nuestro país,
herederos de una amplia tradición que tiene como referencia al mundo clásico, a
la literatura didáctico-moral de la Edad Media (‘Libro del Conde Lucanor’ o el
‘Libro de buen amor’), a la literatura paremiológica y de emblemas renacentista
y al francés Jean de la Fontaine. Porque las fábulas no son nada más y nada
menos que, como define el diccionario de la RAE: “breve relato ficticio, en
prosa o verso, con intención didáctica o crítica frecuentemente manifestada en
una moraleja final, y en el que pueden intervenir personas, animales y otros
seres animados o inanimados”. Pero lo que ya no sabe
tanta gente es que el género, lejos de desaparecer con los ilustrados
dieciochescos, alcanzó un esplendor inusitado a lo largo de la centuria
siguiente, el siglo XIX, con colecciones dirigidas especialmente al mundo
infantil para su formación académica y, sobre todo, moral, con lo que la
intención didáctica, consustancial al género, no solo se mantenía sino que
incluso se intensificaba. Y como paradigma de esta literatura para niños y
niñas puede citarse ‘El libro de los niños’ (título elocuente), obra de la que
se publicaron más de setenta ediciones, de Francisco Martínez de la Rosa, el famoso
dramaturgo romántico (‘La conjuración de Venecia’). Todo un éxito de ventas. Y
ya que el género estaba de moda, otros escritores lo aprovecharon para
adoctrinar moral y religiosamente al público adulto, mucho más necesitado de
estos mensajes o sermones que la tierna infancia; y así nos encontramos con los
‘Solaces poéticos’ de la marquesa de Pardo Figueroa, hermana del célebre
asidonense Doctor Thebussem, cuyos versos hacía imprimir para recaudar fondos
destinados a obras benéficas. Pero también las fábulas decimonónicas sirvieron
para criticar y exponer a la pública vergüenza vicios y malas costumbres de la
época que son, al fin y al cabo, los mismos en todos los tiempos, y los
nuestros no son en este sentido y por desgracia una excepción. Pongamos un ejemplo
tomado de la ‘Historia de la Literatura Española. Siglo XIX’ (tomo II, Espasa,
coordinada por Leonardo Romero Tobar). El escritor Fernández Baeza critica en
su fábula del perro y el gato cómo los gobernantes no cumplen las promesas
hechas en las elecciones y se enriquecen
a costa del erario público, y tanto la oposición como la prensa, que tienen a
su cargo denunciar los abusos, dejan de hacerlo cuando les conviene: “A cuantos
como el perro he conocido / que lanzando al Gobierno ataques rudos / un trozo
de turrón los dejó mudos”. Intemporal. José López Romero.
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