En la magnífica escena
final de ‘Una lectora poco común’, Alan Bennett recrea una fiesta que la reina
de Inglaterra, Isabel II, protagonista de esta novela corta, celebra por su octogésimo
cumpleaños; fiesta a la que ha invitado a un buen nutrido grupo de políticos. Y
haciendo gala de ese humor inglés, tan característico de Bennett, y seguramente
que también de la reina, esta reduce a unos simples pero finos e irónico datos
estadísticos su ya longevo reinado: “En más de
cincuenta años hemos visto desfilar, y no digo hemos despedido —(risas)— a
nueve primeros ministros, seis arzobispos de Canterbury, ocho presidentes de los
Comunes y, aunque quizá no la consideren una estadística comparable, a
cincuenta y tres perros corgi”. Y más adelante, cuando se centra la reina en
esa afición, casi obsesión que en los últimos tiempos le ha entrado por la
lectura, pregunta al su atento auditorio si alguien ha leído a Proust, solo
cuenta la S.M. unas cuantas manos que se alzan sobre las conspicuas cabezas
sobre las que recae el poder político de toda la nación: “ocho, nueve… diez”.
No sin antes alguien preguntar “¿Quién?” al oír el apellido del célebre
escritor de la magdalena. Un joven miembro del gabinete, lector de Proust, al
ver que su primer ministro no tiene su brazo levantado, cree más conveniente no
alzar el suyo “pues no le haría ningún bien”. Aunque Bennett ridiculice a este joven
político por su miedo a caer en desgracia y arruinar así una prometedora
carrera de cargos y prebendas (¡cuántos paniaguados no se atreven ni a levantar
ni un solo dedo de sus manos por no molestar al político del que depende su
vida y su hacienda!), la actitud del joven nos lleva también a considerar la
vergüenza que pueden sentir muchos lectores en determinados círculos o
situaciones en los que leer es poco menos que una actividad reprobable e
incluso indigna. Hablar de libros puede convertirse en un acto vergonzante,
toda una provocación a los ojos, tras de los cuales solo hay un cacho carne.
José López Romero.
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