“Un hombre no difiere mucho de una mula o
un caballo, salvo que el caballo o la mula tienen algo más de sentido común”,
leo en ‘Mientras agonizo’, una de las novelas más emblemáticas de William
Faulkner, maestro de maestros, como así lo confiesa el mismísimo Vargas Llosa.
Me quedé con la frase por esas otras que relacionan a mulas o burros con
hombres, o las que aluden a ese sentido común tan extraño al ser humano y, sin
embargo, tan insistentemente demandado en los últimos tiempos por algunos
políticos. Quizá el mérito o el ingenio de la frase del gran escritor
estadounidense, sea haber compendiado en ella todos esos proverbios o refranes
que están en la mente de todos y destacar, como en aquellos, la imagen
peyorativa que se tiene del género humano. Concepto en el que también insistía
el filósofo galés Bertrand Russell:
“Me han dicho que el hombre es un animal racional. En todos estos años, no he
encontrado una sola prueba de que eso sea cierto”. Cuando esto escribía Russell
acababa de cumplir 90 años, es decir, en 1962, y fue en 1930 cuando Faulkner
publica por primera vez ‘Mientras agonizo’; ni veinte años habían pasado aún
entre el final de las dos grandes guerras mundiales en uno y otro caso (12 en
el caso del novelista; 17 en el caso del filósofo). Seguramente en la memoria
de estos dos enormes intelectuales frescos permanecerían los recuerdos de esas
dos terribles contiendas, ejemplos universales del escaso o nulo sentido común
de los seres humanos. Leer a George Steiner –autor con el que doy, desde hace
algunos años, por iniciado mi verano de lecturas- o releer textos de Zweig, o
los poemas de Erri de Luca, es un ejercicio que debemos hacer con cierta
periodicidad para intentar recobrar la confianza en nosotros mismos, porque son
intelectuales con sentido común; ese sentido que confiamos en que tengan
los gobernantes, y también los
gobernados, aunque en más de una ocasión, desalentados, nos invada el pesimismo
y hagamos nuestras las frases de Faulkner y de Russell. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
viernes, 30 de junio de 2017
viernes, 23 de junio de 2017
AUTOR-ESCRITOR
Roger Chartier es un
estudioso francés de la historia del libro y de todo cuanto afecta o interesa a
esta ya consolidada rama del saber, que no dudamos en inscribir en los estudios
humanísticos. Y por poner un ejemplo que me está esperando en mi estantería de
lecturas pendientes, en ella lleva ya unos meses su ‘Historia de la lectura en
el mundo occidental’, que dirige junto a Guglielmo Cavallo (Taurus, 2011), un
conjunto de trabajos en torno a una de las actividades imprescindibles del ser humano,
si este quiere considerarse como tal. Pero antes de emprender la lectura de
este volumen se me metió de rondón otro ensayo de Chartier titulado ‘El orden
de los libros’ (Gedisa, 2017), libro dividido en tres apartados: “comunidades
de lectores”; “Figuras del autor” y “Bibliotecas sin muros”, es decir, tres de
los elementos fundamentales en torno al libro: sus lectores, sus autores y los
lugares de depósito y consulta, aunque en este caso Chartier se centra en las
compilaciones de obras que llevaban por título genérico “Biblioteca”. Un libro
por momentos de complicada lectura, pero entre cuyas ideas aquí queremos
centrarnos en el concepto autor / escritor que Chartier analiza en el segundo
capítulo de su libro. No fue hasta finales del siglo XVII cuando tanto en
Inglaterra como en Francia se recoge esta diferencia de conceptos: autor es
todo aquel escritor que ha publicado o impreso algún libro, mientras que se
reserva el término escritor para aquellos que no han visto en letra de imprenta
sus creaciones. Una diferencia que lleva aparejada la consideración de la
literatura como actividad profesional y comercial y, como consecuencia de todo
ello, la disputa, que llega hasta nuestros días, de la propiedad intelectual
del autor sobre sus escritos, que tiene como uno de sus más radicales
defensores al novelista, excelente por otra parte, Javier Marías. La
legislación española actual sobre los derechos de autor señala la vida de este
y setenta años más después de su fallecimiento, a partir de dichos plazos la
obra se considera libre y puede ser explotada por cualquiera. Lejos quedan ya
los 1400 maravedíes por los que Cervantes le vendió al librero-impresor
Francisco de Robles la primera parte del ‘Quijote’, de cuyas ventas apenas
obtuvo el 10%; o la venta de los
derechos de impresión y puesta en escena de su ‘Don Juan Tenorio’ que Zorrilla
cedió al editor Manuel Delgado por cuatro mil doscientos reales de vellón, en
una de las transacciones comerciales más lamentadas de
toda la historia literaria española, según el estudioso Luis Fernández
Cifuentes, ya que Zorrilla no dejó de arrepentirse durante toda su vida, como
confiesa en sus memorias ‘Recuerdos del tiempo viejo’: “Mantengo con él [‘Don Juan’], en la primera quincena de
noviembre, a todas las compañías de verso en España. ‘Don Juan Tenorio’, que produce miles
de duros y seis días de diversión anual a toda España y las Américas españolas,
no me produce a mí ni un solo real”. Desde hace ya mucho tiempo, más de
una familia en varias generaciones siguen viviendo de los escritos del abuelo
sin pegar un palo al agua. ¡Las cosas del abuelo! José López Romero.
sábado, 3 de junio de 2017
RELIGIÓN
“-Father. Ya que de misales en casa
andamos más que tiesos, dile a la madre superiora que al menos me dé un
versículo”. Mi hija, que es una esponja, de inmediato había hecho suyo el
lenguaje metafórico de Marta Ferrusola, la “madrina” del clan Pujol y la
acuñadora de un nuevo código lingüístico de relaciones comerciales con los
bancos. La verdad es que el invento no deja de ser ingenioso, a pesar de que el
lenguaje religioso y todo lo que rodea a la religión siempre han sido muy
socorridos para establecer un plano metafórico con la realidad. Coplas
populares como el villancico tan nuestro del “curita” es un excelente ejemplo,
por no hablar de los chistes de curas y monjas que con tanta gracia he
escuchado de boca de dos ilustres sacerdotes de esta ciudad; entre aquellos,
uno en que se utilizaba la metáfora de los dos tomos del Concilio de Trento en
alusión a las dos sobrinas del cura, cuando el obispo pedía alguna lectura
reconfortante en las frías noches de invierno. El estamento religioso siempre ha
estado muy emparentado con la literatura, y la festiva no iba a ser una
excepción, sino todo lo contrario; y ahí están para no desmentirme el
interesante pasaje incluido en el ‘Libro de buen amor’, del arcipreste de Hita,
en el que los clérigos de Talavera se niegan a renunciar a sus mancebas o
barraganas. O toda la literatura de goliardos que prolifera por Europa en la
Edad Media, en la que se canta al vino, a la fortuna, a las mujeres y a todos
los goces de la vida. A través de estos ejemplos no cabe duda de que la
religión, sus miembros, sus ceremonias y su lenguaje han sido desde tiempo
inmemorial un excelente material metafórico para muy variados usos. “Pá. Si a
la niña le vais a dar un versículo, yo necesitaría una epístola” (el niño que
se apunta a todas). “Pues ahora estamos reunidos la madre superiora y el
capellán del convento, para decidir si os damos un versículo u os repartimos
unas hostias”. José López Romero.
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