Pasaba en su barrio por
ser una mujer discreta, que no se metía en nada. Hacía ya más de veinte años
que vivía en el mismo bloque desde que se instaló en aquella ciudad, a la que
había llegado procedente de un traslado obligatorio y que había convertido con
el paso del tiempo en su hogar. “No se es de donde se nace, sino de donde se
pace”, les decía a sus amigos cuando le recordaban su procedencia para bromear
con ella. Y ella se sentía cómoda, muy cómoda en una ciudad que lo tenía todo
para disfrutar y ser feliz; una felicidad que no había querido la vida que
compartiera con nadie, pero en su recalcitrante soltería a nada ni a nadie
echaba en falta, tenía su buen trabajo y, sobre todo, una afición que le
ocupaba esos restos del día en que más se puede echar de menos a alguien a su
lado: los libros. Compartía su soledad con los personajes de las novelas que
leía, con esa tranquilidad, con la serenidad y el sosiego que produce el
sentirse a solas pero viva, intensamente viva y en paz. Pero un día, su librero
le avisó: “Ten cuidado. Han venido preguntando por los clientes que compran
libros en castellano”. El aviso solo le hizo confirmar algunas sospechas o
impresiones que había tenido en las últimas semanas, cuando en la librería
paseaba por los estantes y ojeaba algunos libros; más de una vez se le había
acercado demasiado un individuo con mala pinta y casi había metido sus narices
en el libro que tenía en las manos. E incluso, alguna vez había escuchado
murmullos como “habrá que quemarlos todos”, y recordó de pronto una antigua
frase que había leído no hacía mucho tiempo en una novela: “los que queman
libros tarde o temprano llegan a quemar seres humanos”, que se titulaba
‘Asuntos de un hidalgo disoluto’ de un tal Héctor Abad Faciolince. Cuando llegó
a su casa, empezó a notar una sensación que nunca hubiera creído que podría ser
capaz de sentir: el miedo, el miedo a una ciudad que la había acogido como ella
la había llegado a acoger en su corazón y la había hecho suya. Y de repente se
le ocurrió una idea: la resistencia contra la maldad, contra los que lo mismo
queman bibliotecas que personas, y recordó una forma ya antigua de conservar
los libros, de ponerlos a salvo de la bestialidad humana: el emparedamiento;
pero prefirió una variante, la que había leído en el libro de los libros, ‘El
Quijote’, en el famoso escrutinio del cura y el barbero: tapiar una de sus
habitaciones, aunque abrió por la contigua un acceso muy bien disimulado, y en
aquella estancia fue metiendo sus libros en castellano al resguardo de la
infamia. Un día, al volver del trabajo, se encontró la puerta del piso abierta,
habían forzado la cerradura y el desorden de sus enseres indicaba que habían
buscado a conciencia lo que no habían logrado encontrar. Ella sabía que tarde o
temprano aquello sucedería y tenía la precaución todas las mañanas, antes de ir
a trabajar, de esconder el libro que estaba leyendo y de dejar en la mesita de
noche dos o tres a modo de trampa, en esta ocasión les había tocado a dos
biografías de un entrenador de fútbol que siempre lucía un ridículo lazo
amarillo, y una novela de un viejo cantautor venido a menos, libros en
castellano que, por supuesto, no se atrevieron a tocar. Y entonces recordó una
frase atribuida a Einstein: “Hay dos cosas infinitas: el universo y la
estupidez humana. Y del universo no estoy seguro”. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
viernes, 23 de marzo de 2018
viernes, 16 de marzo de 2018
LIBERTAD
“Le pondré un ejemplo: imagínese que hay dos aviones en una
pista de despegue de Madrid con destino a Barcelona. Uno de ellos se somete a
un control muy estricto: se cachea a todos los pasajeros, uno a uno, y se pasan
todas las maletas por el escáner. En cambio, en el segundo avión se puede
embarcar sin ningún tipo de control de seguridad. ¿Cuál de los dos escogería?”.
Este párrafo está extraído de la entrevista que se incluye como apéndice en el
libro ‘El caso Collini’, y el autor tanto de esta novela como de las palabras
antes citadas es Ferdinand Von Schirach, escritor y abogado alemán, nacido en
Múnich en 1964. Ponía el ejemplo Von Schirach al hilo de una reflexión que
hacía sobre una encuesta que se había realizado recientemente, y en la que al
parecer los ciudadanos preferían la seguridad a la libertad, “Esto me parece
muy peligroso: si perdemos la libertad, acabaremos perdiendo también la
seguridad”, comentaba el escritor. Vuelvo al ejemplo. La pregunta de la
elección de avión se me antoja ociosa, aunque Schirach piense que es muy
peligroso perder la libertad en beneficio de la seguridad. Quizá habría que
darle la vuelta a esta relación de conceptos y plantearla al revés: si perdemos
la seguridad, perdemos con ella la libertad. La permanente amenaza del
terrorismo en que desde hace unos años vive Europa, y que se ha manifestado con
los terribles atentados sufridos en Francia, Inglaterra y en nuestro propio
país, es razón más que suficiente para invertir la reflexión de Schirach. Pero
el terrorismo no es el único causante de nuestra inseguridad; los niños no
pueden jugar como antes en las plazas de sus barriadas; las jóvenes no pueden
volver a sus casas solas los fines de semana; e incluso todo un barrio puede
estar atemorizado por la presencia de vecinos indeseables; ni en nuestra propia
casa disfrutamos de la seguridad que nos ofrece la puerta blindada. Vivimos en
una sociedad y en unos tiempos inseguros, donde el peligro nos acecha por todas
partes. Y cuando sentimos miedo, está claro que no somos libres, libres de
pasear por la calle a la hora que me apetezca, sea hombre, mujer, niño o niña.
Está claro el avión que yo elegiría, y en el caso de que no tuviera elección,
saludaría al pasajero de al lado con las palabras de Aby Warburg: “vive y no me
hagas daño”. José López Romero.
viernes, 2 de marzo de 2018
DIOS
“Una leyenda
escrita con spray en la parte de atrás del refugio de la parada del
autobús atrajo su atención. «Dios no cree en Dios». A la cual una mano más
humilde, usando únicamente una tiza roja, había añadido la palabra nuestro:
«Dios no cree en nuestro Dios».” Leí este párrafo hace un tiempo en un texto de
George Steiner, que ahora no logro localizar. Y me viene este fragmento a la
memoria con más intensidad después de ver en los medios de comunicación que el
inefable Trump quiere que maestros y profesores lleven armas, como única
solución a las frecuentes matanzas de jóvenes en los centros de enseñanza de su
país. Yo no sé qué lee el presidente de los EE.UU. ni qué come, ni quiénes son
sus consejeros, pero algo raro le pasa a ese hombre en la cabeza para no solo
tener una idea como esa, sino incluso para atreverse a decirla, sobre todo por
ser quién es y la responsabilidad que su cargo comporta. Pero cuando seguimos la
información de los medios y a la idea de Trump se le añade la diaria víctima de
violencia de género, uno de los grandes males de nuestra sociedad, y a esta le
siguen los bombardeos sobre Siria, que se llevan por delante a niños y personas
indefensas, o vemos el drama de la emigración en nuestras costas, o las bombas
humanas que destrozan a cientos de civiles en Akganistán o Irak, sin duda la
frase de Steiner adquiere todo su terrible y angustioso sentido. Algo se ha
roto en la cadena genética del ser humano, en nuestra relación con Dios, que
nos ha llevado a esta sociedad enferma y podrida que solo genera la violencia y
que no encuentra otra solución a esta que más violencia, con la única
diferencia de que esta está legitimada por la ley, como si un profesor con una
pistola al cinto o un fusil al hombro fuera el mejor ejemplo para un escolar.
Alguien debería parar todo esto y empezar de cero, quizá volver a las cavernas,
o a esa edad de oro que tanto añoraba en su incomparable discurso el bueno de
don Quijote. Pero ya no puede ser Dios el que nos guíe, porque “Dios ya no cree
en nuestro Dios”, definitivamente aquel Dios nos ha abandonado. José López
Romero.
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