Cuando se publicó una de las primeras biografías del gran
Lionel Messi, este apenas contaba veintitrés años, y lo primero que se me vino
a la cabeza es si a tan corta edad ya daban sus andanzas por la vida para todo
un libro, más teniendo en cuenta que no constaba que hubiera padecido hambre o
necesidad en su infancia, ni hubiera tenido unos años adolescentes plagados de
problemas; todo se reducía a sus primeros equipos en su Argentina natal, a su
fichaje por el F.C. Barcelona y a los problemas de crecimiento que tuvo. Poco
más. ¿Para un libro y de 288 páginas? Mucha imaginación tuvo que echarle el
autor. Ya se sabe, los dioses y los santos tienen estas cosas. Más de dos
siglos antes Leandro Fernández de Moratín, en su famosa comedia ‘El sí de las
niñas’ (obra que bien merece una revisión periódica para darnos cuenta de dónde
venimos y del camino ya afortunadamente andado en determinados asuntos, al
menos en ciertas culturas), ridiculizaba hasta la exageración ese gusto
desmedido de algunos por el género biográfico. Dª Irene, la madre de la
casadera Dª Paquita, para hacer gala de su prosapia, de sus hombres ilustres
(aunque familia venida a menos) y de la buena y cristiana educación de su hija,
cita a modo de ejemplo a fray Serapión de San Juan Crisóstomo, electo obispo de
Mechoacán, que murió en “olor de santidad” (magnífico el dardo en la palabra
que Fernando Lázaro Carreter dedica a la distinción entre “olor de santidad” y
“loor u olor de multitud”), y al que un familiar le está escribiendo una
biografía de la que ya lleva nueve tomos, que recoge –como aclara la propia Dª
Irene- los primeros nueve años del santo varón, porque el propósito del autor
es dedicar un tomo por año de vida a quien vivió la friolera de ¡ochenta y dos
años, tres meses y catorce días! “¿Quién sabe –suspira Dª Irene- que el día de
mañana no se imprima, con el favor de Dios?” A lo que sentencia su
interlocutor, el circunspecto D. Diego: “Sí, pues ya se ve. Todo se imprime”.
¿Todo se imprime o se imprimía en aquellos tiempos de la Ilustración? Pocos
años antes de la redacción y estreno de ‘El sí de las niñas’, ya se había
publicado la enorme ‘Enciclopedia’ de Denis
Diderot y Jean le Rond d'Alembert, y casi un siglo antes ya la RAE
había publicado la primera edición del Diccionario de Autoridades, por poner
dos ejemplos de grandes obras llevadas a las prensas, y aunque no comparables en ningún aspecto con
la biografía de fray Serapión. En estos nuestros tiempos y con cierta periodicidad
aparece alguien por los medios quejándose del exceso de publicaciones, de que
apenas el mercado y los consumidores dan abasto para absorber un pequeño
porcentaje de todo lo que se publica, sea ficción, ensayo, revistas, por no
decir poesía. Y sin embargo, las editoriales siguen su frenética carrera de
novedades, muchas de las cuales, nos tememos, no cubren ni los gastos de
edición, por no hablar de promoción y publicidad. ¿Editar ahora, en la edad de
Internet, enciclopedias? A nadie se le ocurre, porque ni para librerías de
viejo. La biografía de fray Serapión tuvo su momento, cuando al decir de D.
Diego, todo se imprimía. Hoy el santo varón sería carne, en el mejor de los
casos, de wikipedia. ¿Y Messi? Va camino de un tomo por año. Es lo que tienen
los dioses y los santos. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
viernes, 25 de enero de 2019
viernes, 18 de enero de 2019
SUELTOS
Permítanme que les ponga
en situación. Una chica cruza un semáforo y a la espera queda un coche con dos
jóvenes dentro, y cuando la primera pasa y arranca de nuevo el vehículo, el
copiloto le lanza un beso que encierra toda esa lascivia burda, soez y casposa,
esa voz interior de la manada que termina siempre por aflorar en ciertos
especímenes de la zoología humana. Y mi primera pregunta fue ¿tendrá madre,
hermana y le gustaría que le dedicaran ese gesto?, y la segunda, por
deformación de lector sin remedio: ¿qué lee ese bulto? Y mi respuesta o
conclusión a esta es siempre la misma: afortunadamente, nada. Y digo
“afortunadamente” porque nada gana la literatura o la cultura en general con
que los ojos de ese individuo se posen en alguna página; todo lo contrario, la
literatura perdería porque la mancharía. Mucho antes de que el Renacimiento y
el hombre humanista, hicieran más accesible el libro a través de la imprenta,
ya los grandes intelectuales de la Edad Media consideraban el libro como un
bien que dignificaba al ser humano, que elevaba sobre los demás a aquellos que
tenían la destreza de leer y escribir, como así lo certifican grandes
intelectuales de nuestro tiempo como Jacques Le Goff o E. R. Curtius y tantos
otros. Yo no quiero que ese individuo, el del beso baboso y repulsivo (“como el
vientre viscoso y frío de un sapo”) lea, ni me gustaría siquiera que leyese
este artículo, aunque solo fuera para reconsiderar su actitud y censurarse el
gesto, no creo en ello. Hay edades o etapas en la vida de una persona en las
que se deben hacer ciertas cosas, y cuando se pasa esa edad ya no hay remedio.
Y está claro que nada vamos a sacar ya de un cerebro que no fue educado en su
momento para la lectura, para que los libros le enseñen el respeto a los demás y
las más mínimas normas de urbanidad. Rechazo, por supuesto, pero también
preocupación. Como padre de una chica, me preocupa que elementos como esos
anden sueltos. José López Romero.
sábado, 12 de enero de 2019
EL INVITADO
La casualidad, que es la
madre de toda ciencia inexacta, hizo que se reencontraran aquellos viejos
compañeros de colegio y en otro tiempo hasta amigos. Hacía unos años que no se
veían, aunque uno sí sabía del otro por los libros que iba publicando, y que
con perseverancia oriental había leído por aquello de la antigua amistad que
siempre se recuerda con un punto de nostalgia. Aquellos libros se contaban por
éxitos, aunque no tan enormes ni sonados como las expectativas formadas en
torno al autor y su obra. Del cariñoso saludo se pasó al recuento somero de sus
vidas y se emplazaron para una próxima ocasión que no debía tardar tanto. “Oye
–le dijo el lector al escritor en el fragor de los abrazos-. Te tomo la
palabra. Te invito el sábado que viene a mi casa, a cenar. Es una orden”,
bromeó el primero. Y allí que se encajó el ilustre. Y como invitado se acompañó
de una botella de buen vino (los deberes de la cortesía) y de cierta inveterada
gazuza, porque la literatura siempre despierta un hambre ancestral, y
naturalmente un ejemplar de su último libro dedicado. “Toma” -le dijo a su
anfitrión nada más abrirle este la puerta de su casa. Pasaron al salón donde
dejaron la botella encima de la mesa que ya estaba preparada para la cena; y el
amigo abrió el libro, leyó con satisfacción la dedicatoria, le dio las gracias,
y lo condujo a su estudio que hacía también de biblioteca. “Venga. Te toca
ahora a ti –le dijo al escritor- elegir el lugar donde quieres colocar tu
libro. Ten en cuenta que la disposición es cronológica, y aunque tus otras
obras las tengo aquí –y le señaló un estante que se perdía en el abigarramiento
de volúmenes, unos encima de otros; yo quiero que tú mismo coloques el que hoy
me regalas”. El escritor se acercó a sus otros libros, lugar que consideraba el
más natural, y se fijó en los autores de los textos que los rodeaban. “¡Pero,
hombre, me has puesto al lado de Fulano! Muy buena persona, eso sí, pero de
calidad poquita, muy poquita. Su último libro, una recopilación de relatos
breves, es un bodrio de consideración. No tiene ni la menor imaginación, y de
estilo anda muy cortito. Y ¡hala! Al otro lado mi amiga Menganita, la que se
bebería el Nilo si fuera de whisky. Por otra parte, sus novelas no valen un
pimiento; mucha retórica y poca sustancia; y escribe como una posesa…¡Y así
escribe!... ¡Ah! Y un poco más allá me
tienes con Zutano, el poeta, al que le dieron un premio, el de la constancia de
escribir; los otros tres que ha recibido estaban amañados, como todos. Poemas
endeblitos que recuerdan a aquellas doloras de Campoamor, más cursis que un
guante.” Y así fue repasando la estantería sin convencerle ningún emplazamiento
posible, hasta que el escritor se fijó en una mesita que ocupaba un lugar
destacado en el salón, encima de la cual y en un atril reposaba la Primera
Parte de “El Quijote” en edición facsímil que publicó hacía ya unos años la
RAE, se acercó, ojeó el volumen y quitando el tomo cervantino, dijo: “Aquí luce
más mi libro. Así lo verás todos los días y recordarás nuestra amistad”. José
López Romero.
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