Permítanme que les ponga
en situación. Una chica cruza un semáforo y a la espera queda un coche con dos
jóvenes dentro, y cuando la primera pasa y arranca de nuevo el vehículo, el
copiloto le lanza un beso que encierra toda esa lascivia burda, soez y casposa,
esa voz interior de la manada que termina siempre por aflorar en ciertos
especímenes de la zoología humana. Y mi primera pregunta fue ¿tendrá madre,
hermana y le gustaría que le dedicaran ese gesto?, y la segunda, por
deformación de lector sin remedio: ¿qué lee ese bulto? Y mi respuesta o
conclusión a esta es siempre la misma: afortunadamente, nada. Y digo
“afortunadamente” porque nada gana la literatura o la cultura en general con
que los ojos de ese individuo se posen en alguna página; todo lo contrario, la
literatura perdería porque la mancharía. Mucho antes de que el Renacimiento y
el hombre humanista, hicieran más accesible el libro a través de la imprenta,
ya los grandes intelectuales de la Edad Media consideraban el libro como un
bien que dignificaba al ser humano, que elevaba sobre los demás a aquellos que
tenían la destreza de leer y escribir, como así lo certifican grandes
intelectuales de nuestro tiempo como Jacques Le Goff o E. R. Curtius y tantos
otros. Yo no quiero que ese individuo, el del beso baboso y repulsivo (“como el
vientre viscoso y frío de un sapo”) lea, ni me gustaría siquiera que leyese
este artículo, aunque solo fuera para reconsiderar su actitud y censurarse el
gesto, no creo en ello. Hay edades o etapas en la vida de una persona en las
que se deben hacer ciertas cosas, y cuando se pasa esa edad ya no hay remedio.
Y está claro que nada vamos a sacar ya de un cerebro que no fue educado en su
momento para la lectura, para que los libros le enseñen el respeto a los demás y
las más mínimas normas de urbanidad. Rechazo, por supuesto, pero también
preocupación. Como padre de una chica, me preocupa que elementos como esos
anden sueltos. José López Romero.
Verdad verdadera!!!!! Gracias.
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