“Al final va a tener
razón el protagonista de ‘Intento de escapada’, una excelente novela de Miguel
Ángel Hernández, cuando asegura que nadie lee nada”, se me lamentaba el otro
día un compañero de profesión y amigo. Y añadía en un monólogo que más tenía de
resignación que de rebeldía: “¡pues no se me ocurre preguntar en los primeros
días de clase a los alumnos qué han leído en verano y apenas me levantan la
mano unos cinco! Pero lo más grave, con serlo, no es esto, lo peor vino
después… Me voy a tomar un café y me encuentro con algunos compañeros, entre
ellos una profesora de Lengua y por empezar una conversación se me ocurre la
dichosa preguntita, y cáete al suelo: ¡no había leído nada!”. Hay personas como
este mi compañero que siguen manteniendo una cierta capacidad, cada vez más
menguada, de sorpresa y, lo que es peor, una, cada vez también más disminuida,
confianza en el ser humano y, en particular, en los compañeros de profesión.
Eso de que la lectura se le presupone al profesor de Lengua es una afirmación
de otro tiempo, del mismo en que también el valor se le presuponía al soldado.
Hoy las cosas han cambiado mucho en todos los órdenes y disciplinas. Hoy basta
con saber lo que pone el libro de texto o manual para dar una clase, porque nadie
te exige que sepas más que eso. Hoy, basta con tener unos índices de aprobado
acordes con lo esperado por el sistema para que se enmascare el fracaso
escolar, unas estadísticas que de ninguna manera representan lo que sabe un
alumno o alumna, sino un aprobado bajo el que se esconde a veces la mediocridad
del profesor. “Esa profesora –concluía mi amigo- terminará por saber a lo largo
de toda su carrera profesional como mucho el manual de la asignatura, ayudada
claro está por el solucionario de las actividades, y con eso se pasará años y
años”. No pude por menos que darle la razón, aunque le aclaré acudiendo al
refranero que esa golondrina no hace verano. No sé si le sirvió como consuelo a
su desolación profesional. José López Romero.
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