Leí hace unos meses la novela de Ismail
Kadaré titulada ‘Abril quebrado’, en la que el autor albanés narra una de las
tradiciones más genuinas de su país: la ley del antiguo Kanun por la que se
rige la vida en las montañas, que
estipula y obliga a las familias a vengarse de otras ante cualquier ofensa, y
que se transmite de generación en generación. Una especie de código de honor
que va cobrándose víctimas en la misma medida que va minando a los habitantes
de aquellas inhóspitas geografías. Una bella narración en la que no debemos ver
solo la crueldad de estos códigos, sino la dignidad de sus afectados en su
estricto cumplimiento. Una sociedad primitiva, hosca, como su hábitat,
orgullosa de unas costumbres que terminarán por destruirla. Y casi por las
mismas fechas en que leía la novela de Kadaré, José Manuel Azcona, catedrático
de Historia Contemporánea de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, muy
amablemente me hacía llegar un ejemplar de su trabajo, que firma también la
investigadora Majlinda Abdiu (doctora en Literatura Comparada y profesora de la
Universidad de Tirana), titulado ‘La política exterior de la Corona de Aragón
en los Balcanes (1416-1478) La Albania de Skanderberg y la guerra contra los
turcos’ (ed. Ommpress). Tuve el placer y la oportunidad de charlar con José
Manuel Azcona, cuando preparaba el libro, en torno a la figura de Juan Pedro
Aladro Kastriota, el jerezano descendiente del gran héroe albanés Skanderberg,
quien intentó en el siglo XIX, sin fortuna, recuperar la corona de aquel país
que con tanta dignidad habían llevado sus ancestros. El trabajo de
investigación de los profesores Azcona y Abdiu es un profundísimo repaso por la
historia de Albania y de la lucha de sus habitantes por repeler los continuos
intentos de invasión que a lo largo de los siglos ha sufrido este país, luchas
y enfrentamientos en los que destacó en el siglo XV Skanderberg, apodo
procedente de “Iskender Bey” (señor Alejandro) en recuerdo de Alejandro Magno
por sus numerosas y exitosas hazañas en los campos de batalla. Su verdadero
nombre era Gjergj Kastrioti, cuyo apellido coincide por línea materna con
nuestro ilustre jerezano. Ni que decir tiene, y de ahí parte del título de
libro, que los turcos siempre se han considerado los enemigos más directos de Albania,
y contra ellos también intentó Juan Pedro Aladro oponer un ejército que nunca
pudo formar. Hoy, leyendo el magnífico ‘Años de hotel’ de Joseph Roth, que se
subtitula “Postales de la Europa de entreguerras” me he encontrado con varios
artículos en los que el gran escritor del antiguo imperio austro-húngaro nos da
una visión, postales al fin y al cabo, de la Albania de 1927. Un país en el que
conviven el atraso de sus gentes, que nos recuerda la novela de Kadaré, y un
ejército siempre alerta pero mal pertrechado, que nos ha traído a la memoria el
libro de J. M. Azcona y M. Abdiu, así como a nuestro Juan Pedro Aladro
Kastriota. Todos relacionados o unidos por un mismo cordón umbilical: el amor
por un país maltratado por la historia. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
viernes, 29 de enero de 2021
sábado, 16 de enero de 2021
OLFATO
Cuando leí en el
magnífico ‘El infinito en un junco’ (un libro del que todo lector se deshace en
elogios y va añadiendo adeptos a medida que se recomienda, en el boca a boca o
en los medios de comunicación), que los hombres santos del primitivo cristianismo
abominaban del agua, de los baños por ser un ejemplo de la sensualidad y la
corrupción espiritual de los romanos, hasta el punto de considerar “el hedor
como una medida de devoción ascética”, no pude por menos que acordarme de aquel
dardo en la palabra que el gran Fernando Lázaro Carreter le dedicó a la
expresión “en olor de multitud”, que el insigne filólogo hacía proceder del
“olor de santidad” que ya acuñara Santa Teresa con motivo de la muerte de la
monja Beatriz de la Encarnación, y que a ella misma, a su cadáver yaciente en
el convento carmelitano de Alba de Tormes, también le aplicaron como un “vaho
aromático de la beatitud”. Nada que ver con el hedor de los antiguos santos. El
olfato ha sido uno de los sentidos que, como los demás, ha gozado de la
atención de la literatura. Recuérdense, a modo de ejemplo, la exitosa novela
‘El perfume’, de Patrick Süskind, con su versión cinematográfica incluida, o
‘Aromas’, del escritor francés Philippe Claudel, un libro que no se suele citar
entre lo mejor de su producción literaria, en la que destacan novelas como
‘Almas grises’ o ‘El informe de Brodeck’, pero que bien merece una lectura por
la cantidad de sensaciones olfativas que Claudel sabe transmitir a través de la
palabra. Olores de su infancia que han quedado grabados en la memoria sensitiva
del autor. ¿Quién no ha vuelto a oler una goma de borrar o a recordar el olor
de un lápiz, o el olor del césped recién cortado, o el de la tierra mojada por
las primeras lluvias? Lázaro Carreter comentaba la posible tergiversación entre
“olor de multitud” y la palabra “loor”. En cualquier caso y sea como fuere,
vamos a terminar agradeciendo el uso de la mascarilla, sobre todo cuando nos
cruzamos con alguien que desprende ese tufo a “santo varón”. José López Romero.
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