Cuando leí en el
magnífico ‘El infinito en un junco’ (un libro del que todo lector se deshace en
elogios y va añadiendo adeptos a medida que se recomienda, en el boca a boca o
en los medios de comunicación), que los hombres santos del primitivo cristianismo
abominaban del agua, de los baños por ser un ejemplo de la sensualidad y la
corrupción espiritual de los romanos, hasta el punto de considerar “el hedor
como una medida de devoción ascética”, no pude por menos que acordarme de aquel
dardo en la palabra que el gran Fernando Lázaro Carreter le dedicó a la
expresión “en olor de multitud”, que el insigne filólogo hacía proceder del
“olor de santidad” que ya acuñara Santa Teresa con motivo de la muerte de la
monja Beatriz de la Encarnación, y que a ella misma, a su cadáver yaciente en
el convento carmelitano de Alba de Tormes, también le aplicaron como un “vaho
aromático de la beatitud”. Nada que ver con el hedor de los antiguos santos. El
olfato ha sido uno de los sentidos que, como los demás, ha gozado de la
atención de la literatura. Recuérdense, a modo de ejemplo, la exitosa novela
‘El perfume’, de Patrick Süskind, con su versión cinematográfica incluida, o
‘Aromas’, del escritor francés Philippe Claudel, un libro que no se suele citar
entre lo mejor de su producción literaria, en la que destacan novelas como
‘Almas grises’ o ‘El informe de Brodeck’, pero que bien merece una lectura por
la cantidad de sensaciones olfativas que Claudel sabe transmitir a través de la
palabra. Olores de su infancia que han quedado grabados en la memoria sensitiva
del autor. ¿Quién no ha vuelto a oler una goma de borrar o a recordar el olor
de un lápiz, o el olor del césped recién cortado, o el de la tierra mojada por
las primeras lluvias? Lázaro Carreter comentaba la posible tergiversación entre
“olor de multitud” y la palabra “loor”. En cualquier caso y sea como fuere,
vamos a terminar agradeciendo el uso de la mascarilla, sobre todo cuando nos
cruzamos con alguien que desprende ese tufo a “santo varón”. José López Romero.
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