Que nuestro país siempre ha contado con excelentes periodistas no es ningún descubrimiento. Desde los tiempos de aquel “Fígaro”, pseudónimo bajo el que se escondía el gran Mariano José de Larra, en la primera mitad del XIX, con quien sin duda comienza el periodismo moderno, y la inabarcable cantidad de periódicos que proliferaron a lo largo de aquella centuria, hasta nuestros días, la nómina de periodistas del pasado siglo que podríamos citar sobrepasaría con creces los límites de esta página y de las siguientes. Los nombres de Manuel Chaves Nogales y César González Ruano, gozan actualmente del suficiente prestigio como para llenar ellos solos la primera mitad del XX; y ya en el último cuarto, el de la democracia, me voy a permitir citar, por simple gusto personal, a Martín Prieto y a Joaquín Vidal, pues inolvidables fueron del primero las crónicas del juicio a los acusados por el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, y del segundo sus inigualables crónicas de las corridas de toros; sin ser yo aficionado al arte, las leía con verdadero placer. Cuatro nombres que son solo una mínima representación de la riqueza y calidad de nuestro periodismo. Por eso, cuando a través de distintos periódicos me topé con los artículos de David Gistau, no pude por menos que reconocer en su estilo a uno de los grandes del género. Y cuando hablamos de “grandes” nos referimos a aquellos escritores que consiguen darle una vuelta más a la forma clásica de tratar los textos y las noticias, los que logran un estilo tan propio como reconocible. Cada artículo de Gistau es una exigencia para el lector, un reto por alcanzar su altura e inteligencia, para llegar a ese grado de complicidad con el autor. Hace unos meses se publicó una selección de sus artículos bajo el título de ‘El penúltimo negroni’ (Random House), en homenaje a su prematura muerte a los cincuenta años. Una pérdida irreparable. José López Romero.
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