“Algunos nacen estúpidos, otros alcanzan el estado de estupidez, y
hay individuos a quienes la estupidez se les adhiere. Pero la mayoría son
estúpidos no por influencia de sus antepasados o de sus contemporáneos. Es el
resultado de un duro esfuerzo personal.”, así comienza el libro titulado
‘Historia de la estupidez humana’ de Paul Tabori, y si a esta cita le añadimos
la afirmación de que “Una persona estúpida es una persona que causa un daño a
otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para
sí, o incluso obteniendo un perjuicio.”, que podemos leer en ‘Las leyes
fundamentales de la estupidez humana’ de Carlo M. Cipolla; y abundando en el
asunto traemos aquí la idea de que la estupidez es otro de los factores que nos
diferencian de las máquinas por su imprevisibilidad, que leemos en ‘Lo
imprevisible’, libro muy recomendable, como los anteriores, de Marta García
Aller, ya tendríamos, en tres notas, una buena definición de la estupidez
humana. El catorce de octubre pasado, en sesión plenaria del Congreso de los
Diputados, al bajar de la tribuna Alberto Rodríguez, que había sido condenado
unos días antes por el Tribunal Supremo por patear en una manifestación a un
policía, compañeros y compañeras de su partido y de la coalición, entre ellas
la vicepresidenta del gobierno, le dedicaron un aplauso. Es decir, los
representantes del pueblo, los supuestos garantes de la democracia y el
cumplimiento de las leyes aplauden a un individuo que le pegó patadas a un
policía. Una versión moderna de aquel viejo tópico del “mundo al revés”, el de
los estúpidos. Un día antes, el eterno Alfonso Guerra lamentaba que algunos
asistentes al desfile de la Hispanidad hubieran abucheado a Pedro Sánchez y
aplaudido a una cabra. Pues si me dieran a elegir entre la cabra y Alberto
Rodríguez… José López Romero.
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