Después de sus dos primeras novelas, que habían pasado sin pena ni gloria, la editorial finalmente había apostado por aquella autora en que tantas esperanzas económicas tenía depositadas. Y para el lanzamiento de su tercera obra no había escatimado en medios para hacer una campaña publicitaria de esas que se denominan “agresiva”. Y dio resultado: un premio de prestigio (que formaba parte de la campaña) y miles de ejemplares vendidos. Pero aquel éxito no había tirado de las anteriores, que seguían durmiendo en el limbo de la indiferencia de los lectores. Cuando pasaron unos meses, su agente le hizo llegar el comentario que le habían hecho en la editorial: tenía que sacar otra novela. Debían olvidarse de las primeras (eran muy malas) y publicar otra para aprovechar el tirón del éxito y dinero invertido en la publicidad. Pero ella no tenía ahora la cabeza para ponerse a escribir, quería disfrutar de los réditos que le estaba dando su novela. “Pues la editorial también quiere disfrutar de los ingresos. Esto es negocio, querida”, le había respondido su agente. El consejo le llegó a través de un amigo de confianza, sin saber realmente quién se lo había soplado con intención: podía comprar una novela. Hacía pocos días se había fallado un premio que, como todos, estaba amañado, y uno de los lectores encargados de seleccionar las obras presentadas había emitido un informe muy elogioso de una en particular que, por supuesto, no había ni siquiera quedado entre las finalistas. Todo era cuestión de ponerse en contacto con el autor. Le habían referido alguna novela (‘El asesinato de Laura Olivo’ de Jorge Eduardo Benavides), que ella no había leído (no tenía tiempo ni para leer, se justificaba siempre) y alguna película (‘El ladrón de palabras’) que tenían más o menos ese argumento. Pero una cosa era la ficción y otra la realidad. Además, la crítica se daría cuenta del cambio de estilo. ¿La crítica? No había problema. Pasaron dos semanas y las presiones y exigencias de la editorial se hicieron más acuciantes. Cuando le informaron de que el autor ya había firmado el contrato de confidencialidad y le pusieron por delante el manuscrito para que ella escribiera en la primera página su nombre, recordó las palabras de su agente: “esto es negocio, querida”. José López Romero.
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