En las pasadas navidades las colas (¿he escrito “colas”? ¿no era el artículo de hace unas semanas?) que a diario se formaban en la librería de guardia, común a mi compañero y amigo Ramón, producían una cierta satisfacción a los que predicamos (¿en el desierto?) todos los días las bondades de la letra impresa. Sana es la costumbre (¿pero sólo en navidad?) de regalar libros, porque quiero pensar que al menos por simple cortesía alguno lo leerá y, en el peor de los casos, eso que ha sufrido su cuerpo, pero en el mejor, terminará por convertirse en un lector sin remedio, fin último al que debería aspirar todo ser humano o gente de bien. Yo también formé parte de alguna de esas colas, pero afortunadamente nadie me habló de la crisis y mira que nos pasamos un buen rato hasta llegar a la caja. No lo habría soportado. Pero a diferencia de mis compañeros de fila, yo no compraba libros para regalarlos, sino que los compraba para buscarles un lector. Yo no regalo libros, les regalo a ellos lectores. Sería un verdadero insulto para algunos libros que forman parte ya de esa pequeña biblioteca personal o, si lo prefieren, vital, regalárselos a lectores que no los apreciaran, que no tuviesen el mismo cuidado, las mismas sensaciones en su lectura que yo tuve en su momento; momentos sin duda irrepetibles, pero que se pueden compartir, si encontramos el lector adecuado, ese lector que, como yo un día, estaba destinado a ese libro. ¿Cómo podría dejar en manos de un cualquiera a mis clásicos preferidos, a esos poemas que dejo repartidos por la casa, a las novelas cuyos personajes ya forman parte de mi familia? No hay situación más triste que la indiferencia, el desagradable encogimiento de hombros cuando a alguien le preguntas qué le ha parecido un libro que tú llevas en el corazón. Por eso, yo no regalo libros, les elijo buenos lectores. Yo sé que ellos me lo agradecen; de lo contrario, no me lo perdonarían. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
sábado, 28 de enero de 2012
sábado, 21 de enero de 2012
PROFESORES
“Basta un profesor -¡uno solo!- para salvarnos de nosotros mismos y hacernos olvidar a todos los demás.” Ésta es una de las muchas frases, párrafos enteros a veces, que he ido subrayando a lo largo de mi lectura de “Mal de escuela”, un libro al que como tantos llegué por casualidad y ahora no dudaría en recomendárselo a todos aquellos que se dedican a la enseñanza. Daniel Pennac, su autor, confiesa desde la primera hasta la última página que durante sus años de escolar (primaria y secundaria) fue un auténtico “zoquete” (palabra que él mismo utiliza para autodefinirse), hasta el punto de que sus padres temieron muy seriamente por su futuro; un futuro más que incierto ya en aquellas lejanas décadas de los cincuenta y sesenta del pasado siglo, y hoy más que gris, totalmente negro para la juventud que decide quedarse al margen de la formación necesaria para entrar en un mercado laboral cada vez más exigente. Esos mismos jóvenes que Daniel Pennac ha ido, ya como profesor de lengua francesa, intentando salvar de su ignorancia, que es lo mismo que decir de un destino condenado a convertirse en parias de la sociedad, porque un solo profesor -¡uno solo!- basta para salvar a muchos jóvenes. Y nadie mejor que Pennac comprende al alumno al que le cuesta estudiar, asimilar los más elementales conocimientos, como de la misma manera admira a los inteligentes, a los que ponen todo su esfuerzo por llegar a la meta, los que se autoexigen con tal de alcanzar sus objetivos. El libro está lleno de anécdotas tanto de su vida como escolar, como de su labor docente, que le sirven para criticar a veces la actitud de los padres ante los problemas académicos de sus hijos; a la propia familia, en cuyo seno se van gestando las dificultades que después aflorarán en el colegio; a la televisión y su poderosa influencia en la creación de necesidades en la juventud; a los propios alumnos, que buscan siempre la justificación fácil a su falta de voluntad y esfuerzo; a los políticos y los cambios en los sistemas educativos; a la sociedad en general; pero por supuesto también a los profesores, a aquellos que escurren el bulto de sus responsabilidad, a los que no se implican en su trabajo, los que se quejan siempre de los alumnos que tiene. Y, por el contrario, brillan en su recuerdo como “perlas raras” (así llamaba un profesor a sus alumnos excelentes) aquellos compañeros y compañeras, como “la señorita G.” que “con silencioso asentimiento” (uno de los mejores recuerdos como profesor de Pennac) admitía a alumnos extremadamente conflictivos, o aquellos profesores que sí supieron inculcarle el amor por las Matemáticas, por la Historia o por la Lengua. “Basta un profesor -¡uno solo!- para salvarnos de nosotros mismos y hacernos olvidar a todos los demás.” Muchos queremos ser ese profesor, otros se lo creen, pero algunos (afortunadamente sólo “algunos”) ni lo intentan; para éstos, como dice Pennac, el olvido. José López Romero.
sábado, 14 de enero de 2012
COLAS
Este país ha cambiado tanto que hasta las colas las hacemos como mandan los cánones europeos; las respetamos de tal manera que ya ni siquiera éstas nos ofrecen la emoción del jeta que se cuela con la consiguiente bronca por parte de los pacientes y sufridos ciudadanos. Las colas se han convertido últimamente en lugares de encuentro tan casuales como sociales. Si coincidían tres hombres la conversación no podía girar sino sobre el fútbol, y así se fue gestando aquel tópico de que en el fuero interno de cada español había un seleccionador nacional. Pero los últimos y brillantes triunfos de la selección y el buen hacer de Del Bosque parece que ha dejado a la población masculina sin esa más que improbable ilusión; como seleccionadores todos estamos en el paro. Pero el intercambio de opiniones no ha disminuido por ello en las colas, la diferencia es el tema; ahora la atención se ha desviado hacia la crisis y, hoy por hoy, en cualquier cola nos podemos topar con presidentes de gobierno, ministros de economía, consejeros de comunidades autónomas, es decir, toda una fauna de tipos, cuyo análisis de las causas de la crisis y las medidas que ellos tomarían para salvar al país de esta terrible situación harían temblar a toda la Unión Europea. No hay español que no tenga su propia teoría económica y su solución a la crisis. Pero ese deporte no es nuevo en nuestro país. Hacia finales del siglo XVI y principios del XVII, la decadencia española que ya se hacía más que evidente en todos los aspectos, trajo como consecuencia la proliferación de un tipo al que se le dio en llamar “arbitrista”, y que fue blanco de ridiculización por parte de tantos escritores de la época (Cervantes incluido), que el término acabó por adquirir un matiz peyorativo que permanece incluso en nuestros días; hasta el punto de que muy poca atención se le ha prestado hasta hace muy poco a toda esa literatura política y su conocimiento ha quedado reservado a especialistas en la materia, de los que destacamos al eminente José Antonio Maravall y a José Luis Abellán, quienes en diversos trabajos se han dedicado a estudiar aquellos “Memoriales” (como llamaban a sus ensayos) que dirigidos en muchas ocasiones al propio rey, analizaban todas las facetas de la vida española. Así, Bernardino de Escalante en sus Diálogos del arte militar exponía las reformas que en su opinión debían hacerse en el ejército; Caxa de Leruela en su obra Discurso sobre la principal causa y reparo de la necesidad común, carestía general y despoblación de estos reinos intentaba dar soluciones a los problemas agropecuarios que sufría nuestro país y que lo llevaban al empobrecimiento; Martín González de Cellorigo le envía a Felipe II, aunque al morir éste pasó a manos de su hijo Felipe III, un Memorial en el que al analizar la situación económica denuncia como vicios de la sociedad la plaga de consumidores irreflexivos y ostentosos, ociosos rentistas, pícaros y especuladores que sólo miran por su beneficio y muy poco por el bien general. Como si no hubiera pasado el tiempo. José López Romero.
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