“Basta un profesor -¡uno solo!- para salvarnos de nosotros mismos y hacernos olvidar a todos los demás.” Ésta es una de las muchas frases, párrafos enteros a veces, que he ido subrayando a lo largo de mi lectura de “Mal de escuela”, un libro al que como tantos llegué por casualidad y ahora no dudaría en recomendárselo a todos aquellos que se dedican a la enseñanza. Daniel Pennac, su autor, confiesa desde la primera hasta la última página que durante sus años de escolar (primaria y secundaria) fue un auténtico “zoquete” (palabra que él mismo utiliza para autodefinirse), hasta el punto de que sus padres temieron muy seriamente por su futuro; un futuro más que incierto ya en aquellas lejanas décadas de los cincuenta y sesenta del pasado siglo, y hoy más que gris, totalmente negro para la juventud que decide quedarse al margen de la formación necesaria para entrar en un mercado laboral cada vez más exigente. Esos mismos jóvenes que Daniel Pennac ha ido, ya como profesor de lengua francesa, intentando salvar de su ignorancia, que es lo mismo que decir de un destino condenado a convertirse en parias de la sociedad, porque un solo profesor -¡uno solo!- basta para salvar a muchos jóvenes. Y nadie mejor que Pennac comprende al alumno al que le cuesta estudiar, asimilar los más elementales conocimientos, como de la misma manera admira a los inteligentes, a los que ponen todo su esfuerzo por llegar a la meta, los que se autoexigen con tal de alcanzar sus objetivos. El libro está lleno de anécdotas tanto de su vida como escolar, como de su labor docente, que le sirven para criticar a veces la actitud de los padres ante los problemas académicos de sus hijos; a la propia familia, en cuyo seno se van gestando las dificultades que después aflorarán en el colegio; a la televisión y su poderosa influencia en la creación de necesidades en la juventud; a los propios alumnos, que buscan siempre la justificación fácil a su falta de voluntad y esfuerzo; a los políticos y los cambios en los sistemas educativos; a la sociedad en general; pero por supuesto también a los profesores, a aquellos que escurren el bulto de sus responsabilidad, a los que no se implican en su trabajo, los que se quejan siempre de los alumnos que tiene. Y, por el contrario, brillan en su recuerdo como “perlas raras” (así llamaba un profesor a sus alumnos excelentes) aquellos compañeros y compañeras, como “la señorita G.” que “con silencioso asentimiento” (uno de los mejores recuerdos como profesor de Pennac) admitía a alumnos extremadamente conflictivos, o aquellos profesores que sí supieron inculcarle el amor por las Matemáticas, por la Historia o por la Lengua. “Basta un profesor -¡uno solo!- para salvarnos de nosotros mismos y hacernos olvidar a todos los demás.” Muchos queremos ser ese profesor, otros se lo creen, pero algunos (afortunadamente sólo “algunos”) ni lo intentan; para éstos, como dice Pennac, el olvido. José López Romero.
Como no sea que padezca algún día Alzheimer, nunca olvidare a más de un profesor, querido maestro.
ResponderEliminarAunque no sólo por aquello del mercado laboral, maldito mercado, sino porque aprendizaje, enseñanza, educar-"nos" es lo mejor que tiene esta vida, es mi humilde opinión.
Saludos.