Cuando cayó en mis manos el último poemario de José
Lupiáñez titulado ‘La edad ligera’ (además, tuve la enorme satisfacción de
presentarlo en la Escuela
de Hostelería de Jerez), después de la lectura atenta llegué a la conclusión de
que el cambio que ya había anunciado la poesía de Pepe Lupiáñez en sus libros
anteriores, llegaba a su consolidación y expresión última en aquellos poemas.
El juvenil ‘Ladrón de fuego’ había dejado paso a la madurez nostálgica de un
poeta que prefería el intimismo, la experiencia personal, la evocación de
paisajes soñados y vividos para expresar unos sentimientos que miraban más
hacia el pasado interior que a un futuro lleno de incertidumbres. Hace unos
días mi encuentro con el primer libro de relatos de Lupiáñez, ‘El chico de la
estrella’, y después de su lectura, de los seis cuentos de que consta el
volumen, la conclusión a la que llegué con su poesía, la he confirmado y
certificado en su prosa. El denominador común que les da la unidad intrínseca
no es otro que la nostalgia, esta vez de una infancia y una adolescencia, en
las que todos los que las vivimos, las sufrimos y hasta las disfrutamos en
aquellos duros pero emotivos años 60 nos vemos reflejados. Porque hay mucho de
autobiográfico en los relatos de Pepe Lupiáñez, muchos recuerdos con los que
nos identificamos y en los que reconocemos un tiempo en el que fuimos niños a
pesar de las circunstancias. ¿Quién no se verá en el espejo de la vida escolar
que nos retrata en ‘Don Siro’ con su tinta a granel, su goma Milán y la
ceremonia de forrar los libros al inicio de cada curso? ¿Quién no reconocerá a alguno de sus mejores
amigos de pandilla en los personajes de ‘El
chico de la estrella’, o incluso el barrio del Carmen en su propio barrio? ¿O
quién no recordará su primer amor en la niña de ‘El secreto’ o la imagen
idealizada y siempre imposible de Nuri en el relato que le da título al libro?
Relatos intimistas y festivos como ‘El milagro de los peces’, esperanzadores y
llenos de futuro como ‘Regina y el vértigo de la eternidad’, que contrastan con
la dureza áspera e inhumana, pero tan real, de ‘El imperio de César’. Relatos
en los que Lupiáñez ha sabido, y esto es uno de los valores más llamativos del
libro, imprimir el estilo justo a cada escena. La maestría de un escritor se
manifiesta precisamente en esto: en adecuar el estilo a la situación narrativa:
pausado cuando de evocar la infancia se trata, más ligero cuando los
acontecimientos alcanzan un cierto dramatismo, y pocas veces trepidante, porque
el estilo de Lupiáñez se remansa, no suele acelerarse, se recrea en la
nostalgia de lo vivido a través de la mirada poética que nunca le abandona: el
adjetivo preciso y brillante, las metáforas elegantes, y hasta las sensaciones,
sobre todo los olores que se respiran, tan familiares algunos, en todos los
relatos. Y como elegante es todo el libro para rememorar un tiempo con el que
me he reencontrado gracias a Pepe Lupiáñez. ‘El chico de la estrella’,
Port-Royal, Granada, 2012. José López Romero
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
sábado, 24 de noviembre de 2012
sábado, 17 de noviembre de 2012
MARIDAJE
Después de una sesión de degustación de lo que ahora
se ha dado en llamar maridaje, aquel grupo de cursis y noveleros decidió en el
fragor de las copas hacerse pueblo por unas horas y desplazarse a un tabanco
cercano a seguir su “vía crucis en honor a Baco”, como gustaba decir a uno de
ellos que, aunque católico practicante, se permitía estas licencias
irreverentes. Y después de que el dueño del local les pusiera por delante la
botella de mosto y los vasos correspondientes, poco menos que les lanzó un
platillo de altramuces y con socarronería les dijo: “es el maridaje
tradicional; tenemos la variante de las almendras, pero no están de temporada”.
Yo que me crié entre guisos, en los que predominaba la patata acompañada de lo
que había sobrado de un día para otro, y entre legumbres, con la permanente
amenaza de que lo que no me comía hoy, lo tenía mañana, no llego a entender
estas novedades gastronómicas de maridajes y libros en los restaurantes,
iniciativa de la que se hacía eco mi compañero y amigo Ramón en esta misma
página la pasada semana. Aunque, ¡claro!, mientras lean los niños y dejen en
paz a los padres, cualquier invento se agradece. No sé quién dijo que no
soportaba a un fumador a su mesa, pero prefería cuatro fumadores a un solo
niño. Pero no se crean que me cierro en banda a novedades, todo lo contrario.
Ya me imagino una degustación de almejas con un buen fragmento de un texto de la Sonrisa Vertical ; o una
excelente copa de amontillado leyendo los brillantes alejandrinos de Rubén
Darío; por no decir de un buen oloroso con una tragedia de Calderón o la
exquisita prosa de Juan Valera. “Luces de bohemia” solo se puede leer con una
generosa copa de aguardiente. “SuperLópez -mi mujer, que sigue con la guasa-
¿qué vino le echo al guiso de arroz con gambas?”. “Si lo has hecho tú, aquí van
unas páginas del “Código Da Vinci” y un artículo de Lucía Echeverría”. La
bromita me va a costar cara. Lo sé. José López Romero.
sábado, 10 de noviembre de 2012
OTRAS TRES COSAS
Oswaldo Guayasamín |
Que el número tres es uno de los grandes números de la
historia de la humanidad, lo atestigua la enorme cantidad de elementos que en
torno a este número se distribuyen y agrupan, por poner un ejemplo, léase la
cita “somos figuras de una fábula y es justo recordar que en las fábulas prima
el número tres…. Los tres dones del hechicero, las tríadas y la indudable
Trinidad”, del aquel hermoso cuento de Borges titulado “El espejo y la
máscara”; o como hace unas semanas comentábamos las tres cosas que ningún joven
inglés del siglo XIX era capaz de hacer al criterio del Dr. Gylmore, personaje
de “La dama de blanco” del novelista Wilkie Collins; y así también el más
grande de nuestros escritores, D. Miguel de Cervantes, en “Los trabajos de Persiles
y Sigismunda” (el “Persiles”, para el común), novela que, al igual que Collins
con Dickens, ha quedado inmerecidamente oscurecida en la producción de
Cervantes por el “Quijote” y por las “Novelas Ejemplares”, nos plantea asimismo
una afirmación basada en el número tres: “Por tres
cosas es lícito que llore el varón prudente: la una, por haber pecado; la
segunda, por alcanzar perdón dél; la tercera, por estar celoso; las demás
lágrimas no dicen bien en un rostro grave”. No nos debe resultar extraño que en
una sociedad y en una época en las que el llanto de un hombre no era
precisamente lo más frecuente ni lo mejor visto (sin duda herencia de nuestro
ser español es la frase “los hombres no lloran”, que inculcamos a nuestros
hijos), Cervantes restrinja las lágrimas varoniles a tres sucesos y siempre con
la condición expresa y previa de la prudencia. Tres situaciones que, a pesar de
las fuentecillas de sabiduría que manan de las páginas del “Persiles”, no son
lamentablemente en la sociedad actual y en los tiempos que corren ni de rabiosa
actualidad ni lo más visto. Ya no se llora por pecar, porque hemos perdido el
sentido y el carácter trascendente del pecado, y menos aún lloramos por pedir
perdón por los errores cometidos, sencillamente porque nos cuesta mucho
reconocer que hemos errado. Y por celos nunca lloraría un hombre prudente,
porque de imprudentes e impertinentes es tenerlos, como nos enseñó el propio
Cervantes en su novelita “El curioso impertinente”, engastada en la primera
parte de la vida de su gran hidalgo, o más claramente en “El celoso extremeño”,
una de sus mejores novelas ejemplares. “Las demás lágrimas no dicen bien en un
rostro grave”, termina en sentencia la frase del “Persiles”; la gravedad y la
prudencia son virtudes que deben adornar a un hombre de bien, ése que es capaz
de llorar por sus pecados y de la misma manera por pedir perdón por ellos. Pero
está visto que o se nos metió tan adentro, hasta la masa de la sangre la frase de que “los
hombres no lloran”, o los que deben llorar están muy lejos de ser prudentes y
graves. A veces unas cuantas lágrimas nos harían bien a todos, aunque solo sean
por higiene moral. José López Romero.
sábado, 3 de noviembre de 2012
SUPER-MEN
“Hola, superfather”, me recibe mi hija a porta gayola
después de un día de duro trabajo. Pero no contento con esto, se cruza mi hijo
y de refilón me espeta “¿qué pasa, super-pá?” (voz coloquial-filial). Solo
faltaba mi mujer para que la guasita fuera ya completa, pero afortunadamente no
se encontraba en casa. Y todo porque los dirigentes de una venerable y muy
respetable (no sus mandamases) institución cultural jerezana habían decidido
pasarme a la categoría de supermiembro (sin connotación alguna), junto con
varios compañeros y amigos (por cierto, colaboradores de este Diario), los
mismos que ahora hemos decidido llamarnos super-men, de ahí el título de este
artículo, y hasta tenemos la intención de hacernos tarjetas de visita con esta
nueva distinción. No sé si los amables lectores recuerdan la moda en el uso del
prefijo super-, que aún se deja oír por ahí en las bocas de algún que otro u
otra cursi de turno: “esto es super”, se oía con frecuencia no hace mucho sin necesidad de añadirle adjetivo al prefijo
porque ya éste mismo era suficientemente super-lativo para calificar la
dimensión de la realidad que se quería destacar. Pero el super por excelencia,
con permiso de los supermercados, es el gran héroe americano Superman, que
incluso ha sido recientemente noticia, porque en la próxima entrega Clark Kent
abandona su periódico de siempre, el Daily Planet. Un cómic, quizá el más
famoso y célebre de cuantos se han dedicado a la elaboración de la figura de un
héroe, y que tiene entre sus rendidos estudiosos al gran Umberto Eco, con un
trabajo que incluyó en su libro “Apocalípticos e integrados”, libro imprescindible
para todo aquel que quiera profundizar en la cultura de masas. “Hola,
superLópez”, me saluda mi mujer. En la próxima asamblea de la ilustre
institución, “irás con capa” (mi hijo), “y con los calzoncillos por fuera” (mi
hija)… “y marcando” (mi mujer). ¡Ay, Dios, todo héroe tiene su kriptonita!”.
José López Romero.
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