¿Qué lector no ha echado sus primeros dientes con la
literatura de aventuras? ¿Por qué se recomienda, y a las declaraciones de
grandes escritores me remito, tan vivamente los clásicos del género como
lecturas apropiadas para cualquier edad, tiempo y espacio? Y si las aventuras
se desarrollan en paisajes bélicos, ya no falta ningún ingrediente para que la
novela sea cuando menos interesante y, sin duda, entretenida. Y éstas son las
cualidades que atesora esta ‘Tierra y destino’, novela escrita a cuatro manos, lo
que le añade un punto más de dificultad, a las que habría que sumar una bien
hilvanada trama narrativa, logradas descripciones y unos personajes que
representan lo que todo lector espera de este tipo de literatura. Sin que
falten tampoco los tópicos y escenas consustanciales al género, que podrían
haberse matizado. En ‘Tierra y destino’ son las guerras carlistas el fondo
sobre el que se proyecta la trama narrativa; guerras que marcaron buena parte
de nuestro siglo XIX. Y es la línea que divide Extremadura y La Mancha el marco geográfico donde
se desarrollan los acontecimientos que terminan desembocando en el
enfrentamiento del ejército carlista con las escasas fuerzas isabelinas.
Soldadesca, ambiente militar al que se incorporan en la narración las partidas
de facciosos y bandoleros, con sus jefes al frente, sobre todo Mariano Santos y
la participación, como no podía ser menos en el bando carlista, de don
Salvador, cura y tío de Santos. Pero en la novela son dos los personajes que se
destacan, dos veteranos militares, el húsar Louis F. D’Armagnac, y el coronel británico
Arthur de Flinter que, como aquellos duelistas de Conrad (un clásico del género
de aventuras), comienzan su feroz enemistad, que no es más que cordial
admiración, en la Guerra
de la Independencia
española, y que el destino los une de nuevo, veinticinco años más tarde, para
combatir juntos. ‘Tierra y destino’, J. Berrocal y A. Castro Sánchez. Ed. Carisma,
2012. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
sábado, 26 de enero de 2013
sábado, 19 de enero de 2013
DIPLOMACIA
“Ahora un político manda más que un diplomático”, leo
en una entrevista que le hacen a Inocencio Arias, uno de esos diplomáticos
históricos del siempre elitista cuerpo de funcionarios al servicio del Estado,
y cuya dilatada experiencia le hacen merecedor de toda nuestra credibilidad. Y
de inmediato se me vino a la cabeza uno de los famosos chistes de Chiquito de la Calzada (perdone el lector
la cita de autoridad), aquél del concejal de Cuenca. ¿Manda más un concejal de Cuenca (con todos mis respetos)
que el embajador de España en la
O.N .U., por ejemplo, cargo que desempeñó I. Arias durante
varios años? Seguramente sí, porque en sus respectivas parcelas de poder, el
político es amo y señor, apenas debe rendir cuentas a nadie de los desmanes que
perpetra (cada día nos desayunamos con nuevos casos de corrupción), mientras
que el diplomático sí tiene que responder ante el ministro de asuntos
exteriores de su trabajo. Pero no cabe duda de que muy lejos quedan ya aquellos
tiempos en que los reyes nombraban a sus mejores hombres, los más cultos y
valiosos para desempeñar las labores, refinadas y siempre intrigantes, de
embajador ante las cortes extranjeras. Sin Andrea Navagero (es un tópico de la
historiografía literaria) no se hubieran introducido en la lírica castellana las
estrofas y los metros italianos, entre ellos el soneto y el endecasílabo, sin
los cuales la historia de nuestra lírica sería muy distinta. La famosa
conversación en Granada que mantuvo con el gran poeta barcelonés Juan Boscán se
considera el inicio de aquella revolución en la poesía española, cuando había
acudido Navagero en calidad de embajador de Venecia ante la corte de Carlos V
cuando éste celebraba sus bodas en la ciudad andaluza con Isabel de Portugal. Y
no menos brillante fue la labor que desempeñó don Diego Hurtado de Mendoza ante
las cortes europeas (un excelente retrato de este noble nos lo ofrece Antonio
Prieto en su novela titulada precisamente ‘El embajador’); hombre de confianza
del emperador, exquisito poeta, ingenioso prosista (a él se le atribuye con
consistencia la autoría del ‘Lazarillo’), se recorrió toda Europa al servicio
de Carlos V, sin importarle para ello la intriga y todas las artes de que
pudiera valerse para proteger los intereses de España. Sin duda, la diplomacia
en aquellos tiempos era una de las más bellas artes. Pero desde hace ya unos
siglos los cargos diplomáticos se utilizan para castigar o para premiar, pero
no para servir. Al siniestro Fouché, como nos cuenta Stefan Zweig en su
magnífica biografía, lo castigaron con la embajada francesa en Sajonia en el
ocaso de su infame vida. Sin embargo, grandes escritores han simultaneado su
carrera diplomática con la literatura, Carlos Fuentes es en este sentido un
ejemplo tan actual como modélico. Pero ahora las plazas más apetitosas las
ocupan antiguos ministros en pago por sus servicios ¿al país? ¡Por favor! La
pregunta ofende. Al país no, al partido. José López Romero.
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