Me viene a la memoria ahora una anécdota que escuché
hace mucho tiempo en la radio. Un señor, no recuerdo ya su identidad, contaba
que en cierta ocasión había ido al estreno de un drama que había despertado una
enorme expectación. Se levanta el telón –contaba aquel señor-, se hace un
sepulcral silencio entre los espectadores, que solo pueden ver al fondo del
escenario un triste jergón y en él echado un mendigo que muy lentamente se
levanta y se acerca al proscenio para decir con voz solemne y estremecedora:
“Me he pasado toda la noche con un solo huevo duro”. Contaba aquel señor que
después de unos segundos en los que todo el público quedó atónito, empezaron
las primeras risas y después más, se dejaron oír gritos como “¿y el otro?”,
hasta que la carcajada fue general, el drama se convirtió en parodia y tuvieron
que suspender la representación. No fue aquella ni la primera ni la última vez
en que una tragedia pasa a comedia sin que autores ni espectadores logren
evitarlo ni quererlo, es decir, sin premeditación ni alevosía. Clásica es ya la
explicación para el fracaso de la tragedia renacentista española: el tremendismo de los personajes, que cargados
por sus autores de un exceso de dramatismo caían en lo increíble y la
fantochada. Pero también existe lo que Arniches dio en llamar la “tragicomedia
grotesca” o “astracanada lúgubre”. Ejemplo de ello es ‘Que viene mi marido’, que podemos poner en
relación con el cuento de Wencelao Fernández Flórez titulado ‘El hombre que se
quiso matar’, llevado al cine en dos ocasiones por dos grandes de nuestra
escena: Antonio Casal y Tony Leblanc; historias de hombres que se comprometen a
morirse, aunque lo intentan con poca convicción y menos decisión, hay que
reconocerlo. La comedia, de individuos
como Maduro y su pajarito, y de otros más cercanos, se convierte en
tragicomedia grotesca cuando toda una masa, buena parte de todo un país se lo
cree. El esperpento. José López Romero.
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