A trompicones
logró terminar el bachillerato. Cuatro años para los tres del BUP y dos para
aquel COU del que se le habían atragantado las Matemáticas y la Filosofía. Al
muchacho no le faltaba capacidad, lo malo es que era vago y poco constante en
el escaso esfuerzo que hacía por superarse y superar las materias. Perdió un
último año en primero de Empresariales, y cuando se dio cuenta de que los
estudios no eran para él se fue a la mili y, ya con sus 23 años cumplidos,
alcanzó un puesto, tan gris como él, en una caja de ahorros, cuando estas
entidades eran familiares y locales, no los monstruos deficitarios en que se
han convertido. Y después de trampear por distintas sucursales en trabajos de
administración y escasa responsabilidad, logró lo que durante tanto tiempo
había soñado porque se identificaba con sus máximas aspiraciones en la vida: un
despachito al fondo de la oficina, lejos de las miradas de clientes y las
impertinentes del jefe, que pudieran interrumpir o perturbar la actividad a la
que se dedicó con toda la voluntad que le faltaba para el trabajo: la lectura. Leía
con la devoción del cartujo, con el rigor del especialista y con tal voracidad
que en varias ocasiones le dieron el premio al mejor lector de la biblioteca
pública, a cuyo servicio de préstamos acudía casi a diario, en el tiempo del
desayuno para no levantar más sospechas. No había género que se le resistiese,
ni escritor o escritora que no quisiera leer, ni época a la que le hiciera
ascos. Como tampoco se lo hacía a los créditos blandos, a bajo interés, que la
caja ponía a disposición de sus “trabajadores”, con los que consiguió comprarse
su apartamento en la playa, al que se retiraba en las vacaciones para seguir
leyendo. A los treinta y pocos cayó en sus manos “Bartleby, el escribiente”, la
célebre novela de Herman Melville y tomó a su protagonista como ejemplo de vida
profesional. Y cuando se le acercaba el jefe para encargarle algún trabajo, lo
miraba con los ojos encendidos por las últimas páginas que acababa de leer, y
le espetaba el “preferiría no hacerlo” que había aprendido de su modelo. Hace
unas semanas, al cumplir justo una década antes de llegar al climatérico lustro
de su vida (leía a Góngora con avidez),
había aceptado y firmado su jubilación anticipada. Con 53 años no otra ilusión
lo alentaba que seguir siendo por toda la larga vida que tenía por delante un
lector empedernido, libre y ajeno ya a la mirada inquisidora y molesta del jefe
de turno. Lo que en definitiva había aspirado a ser y había logrado. Y a los
pobres que nos queda por delante otro largo tirón de nuestra ya más que
dilatada vida profesional para intentar cobrar una más que improbable pensión,
no solo tenemos que pagarle a este lector su dorada prejubilación, sino también
el agujero financiero que nos han dejado a todos los españoles las dichosas
cajas de ahorros. Yo para esto me acojo al lema de Bartleby que tan buenos
resultados laborales le dio a nuestro protagonista: “preferiría no hacerlo”.
José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
sábado, 22 de junio de 2013
sábado, 15 de junio de 2013
NECIOS
“Father. Lee esto pero trátalo con cariño, generosidad
y benevolencia”. Tantos paños calientes antes de que ni por asomo se viese el
grano me puso de inmediato a la defensiva… Y más viniendo de quien venía. Me
puso mi hija por delante unos folios garabateados, en los que advertí a vista
apresurada variadas y numerosas faltas de ortografía, algunas cometidas por
influencia de ese lenguaje SMS (del que ya se han hecho tesis y hasta
diccionarios), virus cuyos efectos deletéreos se extienden no solo entre la
juventud, sino en muchos que en su día hicieron una carrera supuestamente
universitaria. De las tildes, ni hablamos. “¡Te has fijado –le dije a mi hija-
en la cantidad de faltas y que el autor o autora de “esto” debe ser fanático de
una secta que le prohíbe acentuar!”. “Tú siempre tan negativo, father. Con esta
actitud, ¿cómo se pueden descubrir nuevos talentos?”. Y de pronto se me
vinieron a la memoria las sonadas y más célebres meteduras de pata de las que
ninguna editorial puede considerarse indemne: el rechazo de manuscritos que
después han resultado obras ya consideradas clásicas en la historia de la literatura
y, por el contrario, la publicación de libros que resultaron un rotundo
fracaso, a pesar del dinero invertido en su promoción (aunque en este caso más
habría que echarle la culpa a la torpeza de la agencia publicitaria que al
bodrio del texto, porque la gente se traga lo que le echen en forma de
anuncio). Un caso que me trae recuerdos especiales (otro encuentro casual y
causal con un libro) es el de ‘La conjura de los necios’ de John Kennedy Toole,
quien murió sin ver su libro publicado, rechazado por las grandes editoriales,
y que fue premio Pulitzer el mismo año en que su madre consiguió que lo
publicara una pequeña editorial de Louisiana. ¿Los folios de mi hija? Ni ella
quiso decirme su autor ni yo puse mucho interés en saberlo. En todo caso, que
la vida me sorprenda, aunque tengo pocas esperanzas de ello, casi ninguna. José
López Romero.
domingo, 2 de junio de 2013
IMAGINACIÓN
Poco hace que en esta misma página sugería las
ediciones ilustradas como un reclamo para hacer más atractiva la compra de
libros, incluso para las numerosas colecciones de bolsillo, que mejorarían
ostensiblemente. Un arte, el de la ilustración, poco extendido o que tiene en
los libros infantiles el centro de su atención. El otro día comentaba con mi
amigo Raúl, con quien comparto mis lecturas de Ibargüengoitia (él fue quien me
lo recomendó), que en el libro ‘Revolución en el jardín’, recopilación de
artículos, crónicas y textos varios del gran novelista mexicano, que ha
publicado la editorial Reino de Redonda (propiedad, tengo entendido, de Javier
Marías) con prólogo de Juan Villoro, se echaban en falta ilustraciones que
hicieran al volumen más “redondo”. “Precisamente –me respondió Raúl- su mujer,
Joy Laville, es pintora. Podría haber ilustrado el libro”. Ocasión perdida.
Pero a veces una ilustración deja de ser un adorno, para convertirse en un
elemento imprescindible para un libro e incluso para su lector. En el ejercicio
de recreación imaginativa que todos hacemos cuando leemos, ciertos detalles se
escapan o requieren de un esfuerzo de la imaginación que algunos no somos
capaces de hacer. Me acuerdo ahora de mi total incapacidad por imaginarme cómo
era el fusil o escopeta que Chacal, en la famosa novela de Frederick Forsyth
del mismo título, diseña para pasar todos los controles policiales embutida en
una muleta y así atentar contra De Gaulle. Y de la misma manera, por muy
detallada que es la descripción con la que Umberto Eco inicia su ‘El nombre de
la rosa’ de la célebre abadía y de la torre-biblioteca, solo pude, como el
fusil de Chacal, tomar exacta medida de ellas al ver las películas que sobre
estas dos novelas se han hecho. De los ejemplos que me van viniendo a la
memoria, otro me resulta especialmente molesto, no por el ejemplo en sí sino
porque todo lo que no puede imaginarse molesta al lector, me refiero al aspecto
que podían tener las extrañas criaturas que asaltan todas las noches al
protagonista de la novela ‘La piel fría’ de Albert Sánchez Piñol, problema o
dificultad que podría haberse solucionado con una simple ilustración. La
portada de ciertas ediciones ofrece con éxito relativo alguna solución al
respecto. Y de mis últimas lecturas, he sentido la necesidad de ese apoyo
plástico para poder imaginarme con la exactitud y la maestría con que los
retrata su autora el ambiente del Londres años después de la Primera Guerra
Mundial, la casa de la protagonista, el aspecto de algunos personajes de la
novela ‘La señora Dalloway’, de Virginia Woolf. Y como tantas veces, ha sido el
cine el que ha venido en mi ayuda y ha cubierto con creces esa falta de
imaginación, a veces alarmante, que sufro con algunos libros. Pero no siempre
el cine te saca del atolladero imaginativo y el problema perdura en la memoria
cada vez que recuerda la lectura de aquella novela. Además, no cabe duda de que
una ilustración alivia y le da un respiro al lector que, entre tanto texto,
bien lo merece. José López Romero.
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