“Father. Lee esto pero trátalo con cariño, generosidad
y benevolencia”. Tantos paños calientes antes de que ni por asomo se viese el
grano me puso de inmediato a la defensiva… Y más viniendo de quien venía. Me
puso mi hija por delante unos folios garabateados, en los que advertí a vista
apresurada variadas y numerosas faltas de ortografía, algunas cometidas por
influencia de ese lenguaje SMS (del que ya se han hecho tesis y hasta
diccionarios), virus cuyos efectos deletéreos se extienden no solo entre la
juventud, sino en muchos que en su día hicieron una carrera supuestamente
universitaria. De las tildes, ni hablamos. “¡Te has fijado –le dije a mi hija-
en la cantidad de faltas y que el autor o autora de “esto” debe ser fanático de
una secta que le prohíbe acentuar!”. “Tú siempre tan negativo, father. Con esta
actitud, ¿cómo se pueden descubrir nuevos talentos?”. Y de pronto se me
vinieron a la memoria las sonadas y más célebres meteduras de pata de las que
ninguna editorial puede considerarse indemne: el rechazo de manuscritos que
después han resultado obras ya consideradas clásicas en la historia de la literatura
y, por el contrario, la publicación de libros que resultaron un rotundo
fracaso, a pesar del dinero invertido en su promoción (aunque en este caso más
habría que echarle la culpa a la torpeza de la agencia publicitaria que al
bodrio del texto, porque la gente se traga lo que le echen en forma de
anuncio). Un caso que me trae recuerdos especiales (otro encuentro casual y
causal con un libro) es el de ‘La conjura de los necios’ de John Kennedy Toole,
quien murió sin ver su libro publicado, rechazado por las grandes editoriales,
y que fue premio Pulitzer el mismo año en que su madre consiguió que lo
publicara una pequeña editorial de Louisiana. ¿Los folios de mi hija? Ni ella
quiso decirme su autor ni yo puse mucho interés en saberlo. En todo caso, que
la vida me sorprenda, aunque tengo pocas esperanzas de ello, casi ninguna. José
López Romero.
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