Una de las primeras escenas de la célebre El club de los poetas muertos (cursi
película) y que asombra a pupilos y espectadores por lo que supone de
iconoclasia, es el arranque tan colectivo como festivo de las páginas de un
libro. Una carta de presentación del nuevo profesor ante sus alumnos que,
salvadas las tímidas reticencias de los más empollones, termina por ganarse a todos,
incluido el patio de butacas. Porque a pesar del acto de lesa bibliofilia, de
atentado contra la cultura, al fin y al cabo no deja de ser un acto de
destrucción, de mutilación de un libro, ¿a quién no le han entrado ganas (¡y no
digamos escolares y sus horribles libros de texto!) de cometer este pecado inconfesable y, por
ello, de difícil perdón y, por tanto, de ninguna penitencia, aunque ya se me
ocurrirá algo. Y todo esto viene al caso porque leyendo El sueño del Rey Rojo. Lecturas y relecturas sobre la palabra y el
mundo, de mi admirado Alberto Manguel (libro del que no arrancaría ni una
letra, dicho sea de paso), me encuentro con la anécdota del moralista
decimonónico Joseph Joubert quien, según Chateaubriand, “cuando leía arrancaba
las páginas que no le gustaban, logrando así una biblioteca enteramente a su
gusto, compuesta de libros huecos en tapas que les quedaban grandes”. Los que
decidimos hace tiempo unir nuestro destino a la literatura, a los libros en
general, como un bien tan preciado como necesario para considerarnos ciudadanos
con derecho a voto, arrancar aunque solo sea una página de un libro, por muy infame
que esta sea, no podríamos entenderlo si no es como un acto de cobardía ante el
propio libro, por su indefensión, y ante el mismo autor, al que ni siquiera le
concedemos el derecho a defender su obra. Antes que la mutilación, cierro el
libro y ya buscaré en mi agenda de direcciones a quién se lo regalo. José López
Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
sábado, 25 de octubre de 2014
sábado, 18 de octubre de 2014
GENERACIONES
Hace ya unos meses presentó Luis García Montero su última
novela titulada “Alguien dice tu nombre” en nuestra ciudad. Y tanto la presentadora,
Mamen Ramírez (magnífica su intervención), como después el propio
poeta-novelista insistieron en las mismas claves e intención de la novela: un
retrato de la España de la década de los años 60, en el que García Montero ha
querido analizar y explicarse aquella sociedad que no lograba desembarazarse de
la dictadura de Franco, pero que se enfrentaba a un futuro no muy lejano con
ilusión y expectativas renovadas porque
algo estaba ya cambiando. Una época, los 60, marcada por la venta a plazos, los
primeros televisores, los primeros coches pequeños pero familiares,
acontecimientos todos estos que a muchos, incluido García Montero, nos cogió
con una edad en la que no podíamos darnos cuenta de lo que ellos suponían, pero
que veíamos en nuestros padres y en nuestras propias casas. De ahí que García
Montero destacase en su intervención la figura paterna y la educación y respeto
que las familias intentaban inculcar a sus hijos. Y con el correr de los años,
y el paso de la infancia a la adolescencia, de la que también habló el
escritor, las aficiones comunes, y sobre todo las inquietudes, las culturales,
las sociales pero también las políticas, que se reflejan de forma tan
trascendente en la novela. Todo el público que llenaba por completo el hermoso
patio donde se celebraba la presentación se veía reflejado en las palabras de
García Montero, porque a casi todos nos cogió por aquellos grises años de los
60 entre la infancia y la adolescencia y porque en la década siguiente vivimos
con la intensidad que esa edad requiere aquellas inquietudes culturales y
políticas. Las palabras de García Montero no hicieron más que recordarnos algo
ya vivido. ¿Y la juventud de ahora? ¿qué hemos hecho mal cuando ni se acercan a
escuchar a García Montero? José López Romero.
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