Una de las primeras escenas de la célebre El club de los poetas muertos (cursi
película) y que asombra a pupilos y espectadores por lo que supone de
iconoclasia, es el arranque tan colectivo como festivo de las páginas de un
libro. Una carta de presentación del nuevo profesor ante sus alumnos que,
salvadas las tímidas reticencias de los más empollones, termina por ganarse a todos,
incluido el patio de butacas. Porque a pesar del acto de lesa bibliofilia, de
atentado contra la cultura, al fin y al cabo no deja de ser un acto de
destrucción, de mutilación de un libro, ¿a quién no le han entrado ganas (¡y no
digamos escolares y sus horribles libros de texto!) de cometer este pecado inconfesable y, por
ello, de difícil perdón y, por tanto, de ninguna penitencia, aunque ya se me
ocurrirá algo. Y todo esto viene al caso porque leyendo El sueño del Rey Rojo. Lecturas y relecturas sobre la palabra y el
mundo, de mi admirado Alberto Manguel (libro del que no arrancaría ni una
letra, dicho sea de paso), me encuentro con la anécdota del moralista
decimonónico Joseph Joubert quien, según Chateaubriand, “cuando leía arrancaba
las páginas que no le gustaban, logrando así una biblioteca enteramente a su
gusto, compuesta de libros huecos en tapas que les quedaban grandes”. Los que
decidimos hace tiempo unir nuestro destino a la literatura, a los libros en
general, como un bien tan preciado como necesario para considerarnos ciudadanos
con derecho a voto, arrancar aunque solo sea una página de un libro, por muy infame
que esta sea, no podríamos entenderlo si no es como un acto de cobardía ante el
propio libro, por su indefensión, y ante el mismo autor, al que ni siquiera le
concedemos el derecho a defender su obra. Antes que la mutilación, cierro el
libro y ya buscaré en mi agenda de direcciones a quién se lo regalo. José López
Romero.
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