A mi compañero de página le escuché hace ya tiempo la
anécdota de aquel lord inglés que cuando el servicio le avisaba del pavoroso
incendio que se había declarado en la casa, con la célebre flema británica le
recriminaba al mayordomo que cuántas veces le tenía que decir que no quería ser
molestado cuando leía. Una anécdota que por exagerada no deja de esconder su
buena parte de razón: la lectura es una actividad que exige concentración y
para ella, nada mejor que el silencio o la ausencia de cualquier accidente que
perturbe la estrecha relación que debe mantener el lector con su libro.
Confieso que las pocas veces que he intentado leer en otras condiciones que no
sea rodeado de ese silencio cómplice, por ejemplo, delante de la televisión, no
he llegado a enterarme ni de la primera línea, por lo que he desistido de hacer
dos cosas a la vez, quizá sea debido esto a mi condición de hombre, como
seguramente me diría mi mujer si esto estuviera leyendo, pero esta vez no se la
voy a poner como a Felipe II. Mi sillón, mi mesa, solo la luz del flexo
iluminando el tablero, la persiana echada y, ahora con el frío, sobre las
piernas la mantita de lana que me ha hecho mi cuñada Encarna, y por supuesto un
buen libro, son las condiciones perfectas para una buena y larga sesión de
lectura que puedo acompañar con una humeante taza de café o de té. Pero está
claro que no siempre disponemos de esos momentos extraordinarios, y de ahí que
tengamos que aprovechar cualquier tiempo vacío o de espera para disfrutar de la
lectura. Renuevo mi admiración por aquellos lectores que se concentran (como
los que son capaces de dormirse) en cualquier situación o circunstancia, aunque
ahora a los que veíamos en los transportes públicos lamentablemente han
cambiado el libro por el móvil. Seguro que más de uno si se le quema la casa le
hará un vídeo con el teléfono y se lo mandará por whatsapp a sus contactos.
¡Qué tiempos! José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
domingo, 22 de febrero de 2015
domingo, 8 de febrero de 2015
U.R.S.S.
Uno de los acontecimientos más importantes que trajo como
consecuencia la Revolución rusa de 1917, fue la creación años más tarde
(diciembre de 1922) de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. La muerte
de Lenin en 1924 sirvió en bandeja todo el poder y el dominio de aquella enorme
extensión al norte de Europa a Stalin. En 1928, cuatro años más tarde, Stefan
Zweig viajaba a Rusia invitado por el gobierno para participar en las fiestas
conmemorativas del nacimiento del gran escritor Leon Tolstoi. De este viaje
Zweig dejará una interesante crónica en el volumen “Tiempo y mundo”, que
reseñamos aquí hace varias semanas. Lo cerca y lo distante en tantas cosas que
Rusia puede parecer de Europa es uno de los rasgos que Zweig destaca a primera
vista; y una vez ya familiarizado con la idiosincrasia del alma rusa, admira en
ella su sufrimiento, su exquisita sensibilidad hacia el arte, su cortesía hacia
el extranjero; su conmovedora dignidad ante la falta de lo más esencial para la
supervivencia, ante el hambre de todo un pueblo. A pesar de que el propio Zweig
denuncia las carencias de los intelectuales, “no han mejorado ni en su forma de
vida ni en disponer de una mayor libertad, sino que más bien han retrocedido a
condiciones de vida más oscuras y opresivas y a un grado inferior de libertad
material y espiritual”, la sensación que nos deja la crónica de Zweig es la del
intelectual que confía en la Rusia nueva, y recrimina al orgullo occidental la
hostilidad contra el bolchevismo. Vasili Grossman, el escritor de la célebre
“Vida y destino”, moría en 1964 sin ver publicada su novela “Todo fluye”. En
esta descarnada y terrible narración, Grossman va desgranando todos los
crímenes, los genocidios, las masacres de campesinos que morían de hambre, las
delaciones que condenaban a los campos de concentración a científicos e
intelectuales, el estado del terror, en definitiva, que durante todo su mandato
impuso a sangre y fuego Stalin. Iván Grigórievich, protagonista del relato,
vuelve a su casa, en Moscú, después de haber pasado en un gulag treinta años, a
consecuencia de su activismo político en la universidad. La novela alcanza sus
momentos de mayor espanto cuando relata Grossman cómo mueren pueblos enteros de
campesinos por hambre hacia 1930: “Para entonces tampoco quedaban gatos ni
perros, los habían matado. Y eso que cazarlos era difícil: los animales tenían
miedo de las personas, cuyos ojos se habían vuelto salvajes”. Entre la crónica
de Zweig y el relato de Grossman muy poco tiempo ha pasado y, sin embargo, qué
distintas las dos Rusia que cada uno describe, aunque ambos coinciden en la
enorme capacidad de sufrimiento del pueblo ruso. Precisamente fue occidente, al
que recrimina Zweig su hostilidad hacia el nuevo régimen, quien miró hacia otro
lado, como tuvo ocasión de denunciar George Orwell, cuando se sabía con todo
detalle lo que hacía Iósif Vissariónovich Stalin, uno de los grandes genocidas
del siglo XX. José López Romero.
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