“-Padre –pregunté-, ¿ha merecido la pena?
Quiero decir, el poder, esta Roma a la que has salvado, esta Roma que has
construido… ¿Ha merecido la pena todo lo que has tenido que hacer? Mi padre me
miró durante un largo tiempo, y después desvió la mirada. –Debo creer que sí
–dijo-. Los dos debemos creer que sí”. Es parte de la conversación que
mantienen Octavio César y su hija Julia, después de que el emperador de Roma le
proponga la obligación de casarse con Tiberio, hijo de Livia, la esposa de
Octavio. Una obligación que Julia debe aceptar aunque regañadientes por el bien
de esa Roma a la que su padre ha dedicado y sacrificado toda su vida, como la
misma Julia, quien ya lleva a sus espaldas, pese a su juventud, dos matrimonios
de conveniencia. Es la famosa y siempre socorrida “razón de estado” que sigue
vigente hasta nuestros días. Pero no interesa tanto esa excusa o justificación
bajo la cual tiranos, dictadores y gobernantes de la peor calaña han cometido a
lo largo de la historia toda clase de atrocidades, sobre todo, delitos de lesa
humanidad, sino la pregunta que Julia le hace a su padre, la que nos deberíamos hacer pasado el climatérico
lustro de nuestra vida, pero que en un gobernante se hace más acuciante y necesaria.
Los acontecimientos políticos que actualmente nos preocupan, los ataques
terroristas, las guerras que asolan países y se cobran miles de vidas, perdidas
o desarraigadas ya para siempre de la tierra en la que vieron por vez primera
una luz que ya no les alumbra… no creo que la respuestas de los responsables de
estos sucesos, de tanta tragedia sea la que Octavio César le dirige a su hija,
ellos no pueden creer que sí. Porque no han dedicado ni sacrificado sus vidas
en salvar a su Roma, en construirla, sino en destruirla y arrasarla. La vocación
de servicio a su país, a la ciudad que se observa en Octavio y que este le
reclama una vez más a su hija Julia se ha transformado en intereses económicos,
en soberbia e inhumanidad. La conversación con que empezaba estas líneas
pertenece a la novela de John Williams ‘El hijo de César’ (reseñada hace unas
semanas) y la refiere Julia en una de las cartas que escribe años más tarde en
su destierro en la isla de Pandateria, obligada a permanecer alejada de la
ciudad a la que tantos sacrificios personales dedicó, pero también en la que
fue feliz y se dejó llevar por una vida disoluta. En todas las novelas o libros
que tratan de la Roma antigua, se destacan los vicios sin cuento, las intrigas,
los asesinatos y crímenes de toda clase que se cometían, pero también se puede
observar el inmenso amor, el orgullo de sus ciudadanos de aquel imperio, de
aquella urbe que era el centro del mundo. “Quiero que sepas que soy consciente
de la dificultad que entraña tu misión de gobernar esta extraordinaria nación,
a la que amo y odio, y este Imperio, aun más extraordinario, que me horroriza
al tiempo que me enorgullece”, le dice un personaje de la novela de Williams a
Octavio. Otra lección de los romanos que debemos aprender. José López Romero.
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