En la excepcional por
definitiva biografía que de Rainer María Rilke publicó en 2015 Mauricio
Wiesenthal (‘Rainer María Rilke. El vidente y lo oculto’, Acantilado), este
cuenta una anécdota del escritor ruso Máximo Gorki: “Siendo todavía un niño
–comenta Wiesenthal de Gorki- trabajó como pinche de cocina en un remolcador.
Le gustaban los libros más que los fogones, y el cocinero le hacía leer en voz
alta, a cambio de librarle del servicio”. No es muy frecuente que el jefe exima
a un muchacho de su trabajo a condición de que ocupe el tiempo en la lectura
(“Todos lloraban cuando leía ‘Tarás Bulba’, o cuando contaba historias
novelescas a sus compañeros de navegación” –sigue contando Wiesenthal- Y el
cocinero le decía emocionado: “lee, muchacho, lee, que no hay nada mejor que
los libros”). Que un cocinero de un remolcador tenga esa sensibilidad y ese
sentido de la responsabilidad sobre la educación de un pinche no es que sea
poco habitual, es sin duda toda una excepción, una verdadera rareza pero, como
los caminos del Señor, los de la lectura a veces también son inescrutables.
Gorki recordaría toda su vida a ese cocinero que, en su modestia, supo orientar
los primeros pasos literarios del que con el tiempo vendría a ser uno de los
más destacados escritores de la gran Rusia. Hoy, a pesar de todas las
estrategias y mecanismos que se activan para hacer de la lectura un hábito, una
actividad más que incorporar a la vida diaria de los jóvenes españoles
(estrategias que tienen a la escuela como centro de operaciones y, en menor
medida, a las bibliotecas públicas), no hay mejor ni más eficaz animación a la
lectura que la casa de uno, la familia, el padre y la madre sentados con sus
hijos leyéndoles un cuento, o leyendo el niño o la niña bajo la atención de sus
padres. Esperar que a nuestro hijo o hija se le presente el cocinero de Gorki
es esperar un verdadero milagro; los caminos de la lectura, como los del Señor,
son inescrutables, no imposibles. José López Romero.
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