‘El cuentista que decía
la verdad’ es el título de la biografía que con esmero, pasión y erudición
Mauricio Gil Cano acaba de publicar de Francisco Burgos Lecea, jerezano que
nació en la calle Santa Clara, nº 7, escritor de vanguardia y tristemente
represaliado de la guerra civil hasta su suicidio en Madrid en 1951. Y como
escritor vanguardista, prácticamente ningún género le fue ajeno, y en todos
metió su pluma, aunque con desigual éxito. En el capítulo que Mauricio dedica a
la labor teatral de su biografiado, se cuenta la anécdota de que en el estreno
de su obra ‘La heroína del amor sublime’, que tuvo lugar en el teatro La
Comedia de Madrid el 26 de mayo de 1930, asistió don Jacinto Benavente, que por
aquellos años dominaba los escenarios españoles. La presencia de Benavente no
podía llenar más de satisfacción y orgullo a Francisco Burgos, quien después
del primer acto fue a saludar al célebre dramaturgo; y este le dijo: “Muy bien
el primer acto. He hecho por usted lo que no hice por nadie hasta ahora. Venir
al teatro sin haber comido. Ahora me voy…” Prueba incontestable de que hasta
los grandes escritores necesitan alimentar el cuerpo tanto como el espíritu,
sin que aquí y ahora nos atrevamos a decir a cuál debe atenderse primero. Pero
la anécdota viene aquí a cuento no por la alimentación de los genios, sino
porque en ella se unen casualmente dos escritores que reaccionaron en distintos
años, aunque no muy distantes, contra la situación del teatro de la época.
Benavente en los últimos años del siglo XIX ya había denunciado en varios
artículos publicados en la prensa a los empresarios, empeñados solo en sus
beneficios económicos, y también a los actores, pequeña y perversa sociedad
totalmente jerarquizada en la que los más famosos imponían una férrea dictadura
sobre los demás. Más de treinta años después, concretamente el 4 de abril de
1930, solo unos días antes del estreno de ‘La heroína del amor sublime’, Burgos
Lecea publicaba en El Imparcial su
manifiesto sobre la fundación del ‘Teatro de la nueva literatura’ en el que
podemos leer las mismas críticas expuestas por Benavente, aunque con más
detalle y vehemencia: “el teatro actual está podrido, por dentro y por fuera,
literaria y económicamente. Hay que salvarlo. Así lo quiere el público. Así lo
quiere la juventud. Es necesario destruir todas las enfermedades que lo llevan
sin remisión al sepulcro”. Burgos Lecea fue tan apasionado en defender sus
ideas sobre el teatro y la necesidad de su renovación, como lo fue para
defender la literatura en general y el poder de esta para mejorar la vida de
los seres humanos, de cuya nobleza nunca dudó este hombre honrado, que sobre
todas las cosas fue esencialmente bueno. Una bondad, una honradez que, junto
con su ideología comunista, lo llevaron por varias cárceles franquistas hasta
su liberación el 19 de diciembre de 1950, para terminar por suicidarse: “Cuando
después de muchos años, salió en libertad y se halló ante el espectáculo de su
hogar y las dificultades de ganarse la vida bajo un régimen que le era hostil,
se lanzó de cabeza por la ventana de su casa, un quinto piso”. Era el 5 de
marzo de 1951. José López Romero.
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