Empezó en una
presentación de un libro cuyo autor apenas conocía; una amiga le había
insistido tanto que no encontró excusa para no acompañarla aquella tarde de un
abril lleno de actividades en torno al libro. “Cuando termine el acto, nos
compramos el libro para que nos lo dedique el autor”, le había dicho su amiga
con la ilusión dibujada en su cara. Y fue aquella dedicatoria y la firma como
un pistoletazo de salida de lo que con el tiempo se fue convirtiendo primero en
una afición, para terminar en una obsesión por el autógrafo. Había escuchado
que incluso grandes intelectuales habían sucumbido a lo que algunos llamaban
mitomanía, hasta el punto de acudir a subastas internacionales con tal de
hacerse con fragmentos del manuscrito del ‘Fausto’ de Goethe o una página de un
cuaderno de trabajo de Leonardo, preciados tesoros que se contaban entre la
colección que había logrado reunir un tal Stefan Zweig. Pero ella no llegaba a
tanto, se conformaba con la dedicatoria y la firma de los escritores, y para ello
no escatimaba ni el esfuerzo ni la tenacidad. No se perdía ni una presentación
de libro, a la que acudía ya no con la ilusión dibujada en su cara, que le notó
a su amiga aquella primera vez, sino con la obsesión por hacerse con un
ejemplar dedicado y firmado de puño y letra. Y todos los años preparaba al
detalle su viaje a la feria del libro de Madrid. Apuntaba en una libreta su
recorrido por las diversas casetas para que ningún escritor o escritora se le
pasara, aunque tuviera que esperar horas en una cola. Y así fue formando toda
una colección de libros dedicados y firmados que enseñaba a sus amigos y
visitas con el orgullo y la satisfacción de los que se saben privilegiados,
únicos, distintos por el prestigio de su afición. Y contaba las anécdotas más
sustanciosas para lograr el ansiado botín. Y en la soledad de su casa, cuando
se sabía libre de la mirada de los suyos, pasaba sus dedos por los libros,
sacaba alguno de sus estanterías, lo abría por la página de la dedicatoria y lo
volvía a colocar en su sitio. Leerlo habría sido una profanación. José López
Romero.
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