Fue por casualidad, como
tantas otras veces en que había seguido la pista de un libro hasta lograr
poseerlo. Quizá fuera en una conversación en un congreso de bibliófilos,
círculos que frecuentaba por esa obsesión ya tan suya de hacerse con una pieza
codiciada, que se enteró de la existencia de un magnífico ejemplar de los
‘Adagia’ de Erasmo, en aquella edición que en 1508 saliera de los talleres de
Aldo Manuzio, al cuidado del propio autor. Conocía la historia de aquella
edición: el gran humanista había renunciado a su proyectado viaje a Roma con
tal de trabajar en la imprenta de Manuzio, de quien admiraba sus tipos y el
tamaño de su letra. Erasmo quería un libro manejable y de bajo coste, y solo en
los talleres del veneciano podía conseguirlo, como sabía que de su relación con
Aldo podía salir buena parte de su obra, siempre bajo su cuidado y atención.
Aquel ejemplar de los ‘Adagia’ era una pieza a la que no iba a renunciar y,
conocido el poseedor, de inmediato pasó a la estrategia. Y como si de un
asesino por encargo se tratase, lo primero fue informarse y seguir a la
víctima: su vivienda, sus costumbres, sus amistades, sus gustos, hasta que a
través de amigos comunes, lograra introducirse en la casa, y ya allí localizar
el preciado tesoro. Por los datos que había recabado, el trabajo no parecía muy
complicado, su víctima era un hombre de negocios, que solía invertir parte de
su dinero en obras de arte, sobre todo pintura, y seguramente convencido por
algún amigo se habría hecho con aquel ejemplar aldino. Su incursión en este
mundo del libro antiguo se reducía prácticamente a este texto de Erasmo. Lo que
significaba que no era uno de esos bibliófilos profesionales obsesionados por
la posesión de libros valiosos. Y dio su último paso: se hizo invitar a una de
esas fiestas que aquel hombre celebraba con cierta asiduidad, y una vez en la
casa, paseando por sus inmensos salones, descubrió dentro de un mueble, y
reposando sobre un atril el maravilloso volumen en 8º. Observó si tenía alguna
medida de seguridad que no fuera exclusivamente la cerradura de la vitrina y no
vio ningún cable que se conectara a una alarma. “El trabajo va a ser más
sencillo de lo que me esperaba”, pensó. En el descuido del anfitrión que se
multiplicaba por atender a sus invitados, cerró la puerta del salón y con una
simple ganzúa pudo abrir la puerta de cristal que lo separaba de su preciada
presa. Cuando tuvo el libro en sus manos, no se resistió a abrirlo, pasar sus
dedos por las páginas y acercar su nariz para oler el fuerte aroma a humanismo
que desprendía. Pasado aquel momento de éxtasis, se lo guardó en el bolsillo de
la chaqueta, salió del salón y se incorporó a la masa de invitados que en
amenas conversaciones se repartían por toda la casa. Cuando, transcurrido el
tiempo oportuno, fue a despedirse de su incauta víctima, esta, al saber de su
afición por los libros antiguos, le comentó con cierta complicidad: “Nunca
perdonaría al que roba obras de arte o libros por negocio, pero puedo perdonar
al que lo hace por el deseo de poseerlo, porque usted y yo sabemos que la
posesión y la contemplación de lo deseado no tiene precio, solo es pecado.
Dentro de dos semanas doy otra fiesta; espero que venga.” José López Romero.
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