Cuando el padre murió,
los hijos ya bien sabían que apenas la casa familiar y unas cuantas acciones
les iba a dejar por herencia. Las acciones se venderían sin problemas, y la
casa, donde había vivido toda la familia durante varias décadas, estaba muy
bien situada, era espaciosa, y seguro que también se vendería a buen precio. El
pobre anciano había dejado este mundo con la misma discreción y modestia como
había vivido durante toda su vida. Solo una cosa incomodaba a la familia: la
enorme cantidad de libros que había ido acumulando en la casa y que ahora
cubrían por completo las paredes de casi todas las habitaciones, solo la cocina
y los baños apenas se libraban de tal invasión. A medida que sus hijos habían
ido abandonando la casa, el padre no había hecho más que meter estanterías en
sus cuartos para albergar lo que había sido su única afición, o incluso vicio:
los libros. No se le había conocido a aquel señor otra afición que la lectura,
y a ella se había dedicado en los ratos libres que le dejaba su profesión. ¿Qué
hacer con tantos libros? Se preguntaban los familiares, porque la casa se debe
poner a venta totalmente vacía. Y lo que había sido un alivio (papá se
entretiene con sus libros, no necesita que lo visitemos), ahora se había
convertido en un problemas de enormes dimensiones. Hasta que alguien hizo una
propuesta: crear cuadrillas para ir poco a poco tirando los libros a los
contenedores de basura con “nocturnidad y alevosía”, como apostilló queriendo
hacer la gracia fácil y grosera. Todos se miraron y no encontraron otra
solución. Así, tres días a la semana, para no levantar muchas sospechas, cuatro
miembros de la familia se turnaban y sacaban en cajas aquellos libros y los
tiraban sin contemplaciones en los contenedores de basura más cercanos. Cuenta
la leyenda que avisado por un conocido, un bibliotecario del municipio esperaba
pacientemente, protegido por la oscuridad, a que la familia hiciera su trabajo,
se acercaba al contenedor y recogía los libros. A los pocos meses, el diario
local se hacía eco del hallazgo en la basura de un ejemplar de la edición príncipe de la Gramática de
Nebrija de valor incalculable. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
viernes, 26 de enero de 2018
sábado, 20 de enero de 2018
TERAPIA
Se consideraba una joven
como todas las de su entorno. Tenía sus amigas y amigos, con los que se corría
las juergas propias de esos diecisiete años (la edad del pavo, que
continuamente le lanzaba como reproche su madre cuando ambas discutían por casi
nada), y estaba enganchada al móvil con una adicción que nadie, ni ella misma,
quería reconocer. No iba del todo mal en los estudios, hacía el mínimo esfuerzo
por aprobar, y con sacar adelante los cursos aunque por los pelos, se creía con
derecho a utilizar la frase que cerraba toda discusión familiar sobre su futuro
y sus capacidades desaprovechadas: “dejadme en paz”. Cuando le pasaron por “washap”
un pequeño vídeo de los cambios en las costumbres producidos en la juventud
islandesa, apenas le prestó atención. Los índices de consumo de alcohol y de
drogas habían llegado a tales niveles, que las autoridades de aquel lejano país
del norte de Europa, habían tomado medidas al respecto; la más importante:
atractivas actividades culturales y deportivas que le ofrecían a la juventud.
Una oferta que bien vendida y llevada a cabo por los ayuntamientos, había hecho
disminuir hasta extremos insospechados aquellos niveles de alcohol y drogas que
querían combatir. Todo un éxito. Pero ella no se dio por aludida ¡Los islandeses
no saben disfrutar de la vida! Pero de vez en cuando esa misma vida te tira un
pellizco donde más duele y nos hace ver la realidad con otros ojos. Bastó un
pequeño accidente para que todo cambiara. Una pierna rota tras una tonta caída
de la moto de su amiga. A pesar de que no revestía gravedad, la operación y la
posterior rehabilitación fueron muy complicadas; y fue en el propio hospital
que le ofrecieron un libro de relatos para aliviar esos momentos de
aburrimiento, sin poder apenas moverse de la cama. Y recordó que el año pasado
en clase de Lengua, el profesor había traído un texto para comentar, en el que
se hablaba del poder curativo de los libros, y cómo unas investigadoras inglesas habían abierto una consulta en la
que se recetaban libros a los pacientes en vez de medicinas; recordaba que los
alumnos, ella misma, habían discutido con el profesor al dudar de aquella
terapia, quizá indicada para ciertas depresiones, pero ¡¿para una pierna rota?!
Y le dio por probar si aquello que en su día le había parecido una chorrada,
era verdad o, al menos, podía funcionar con ella. Se aficionó a la lectura,
hasta el punto de que mientras hacía los ejercicios de rehabilitación o le
daban las sesiones de masaje, siempre tenía un libro en las manos. Y con la
lectura la recuperación se fue haciendo menos dolorosa. Los padres no daban crédito al cambio que
había experimentado su hija, que ahora pedía para Reyes o por su cumpleaños
libros y más libros, en vez del último modelo de móvil, y que a veces prefería
quedarse en casa leyendo que irse de juerga con los amigos… Escrito este
artículo bajo los efectos aún del espíritu navideño ya pasado, perdónenme,
amables lectores, que me haya dejado llevar por los sueños. Era solo un cuento.
Pero a veces la vida después de darte un pellizco, “te besa en la boca”. José
López Romero.
viernes, 12 de enero de 2018
BIENESTAR
“Sé que cientos de millones de nuestros
congéneres prefieren el fútbol a la música de cámara y que se quedarán absortos
ante un culebrón o una película porno antes que coger un libro, y menos un
libro serio. Amén a todo eso, dice el capitalismo. Que elijan libremente. Que
se cocinen en su bienestar”, dice un personaje de la novela ‘Pruebas’ de George
Steiner. La verdad es que algunas de las opciones o alternativas al libro o a
la música de cámara expuestas tienen su punto. Como aficionado al fútbol y, por
tanto, espectador impenitente hasta el cansancio y el aburrimiento (mi mujer
dixit) de varios partidos a la semana (“hasta de la liga de Guinea Conakry”, mi
mujer dixit), no puedo engañar a nadie: para mí la música de cámara, de vez en
cuando y en pequeñas dosis. Sin embargo, nunca he seguido un culebrón en la
tele, aunque algún amigo tengo por ahí que no paraba de recomendarme aquel
“Caballo viejo” o don Epifanio del Cristo Martínez, por nombre del
protagonista, que tanto éxito tuvo por los años finales de los ochenta y que
incluso llegó a estudiarse en la universidad. Ahora, en estos tiempos tan
azarosos, la libertad de elección que tenemos todos entre las alternativas a la
música de cámara o a ese libro serio de lo que se lamentaba el personaje de
Steiner ya no es el fútbol o un culebrón; la queja que entonamos los que nos
lamentamos del bajo nivel cultural general de este país, y en concreto de la
escasez de lectores, va dirigida a las nuevas tecnologías: los móviles, las
plays, incluso Internet como instrumento de distracción. No se lee, la gente,
sobre todo nuestra juventud, cada vez es más inculta (analfabetos funcionales)
porque el mundo de hoy les ofrece muchas más posibilidades de entretenimiento
que la música de cámara o la telenovela. ¿Y hay remedio a esto? ¿se puede
revertir la situación? ¿qué hacer para formar a una sociedad lectora cuando,
como dice Steiner, cada uno se cocina su propio bienestar, es decir, su modelo
de vida? Una propuesta: ¿y si los actores de las pelis porno salieran leyendo?
Mejor no. Nadie se fijaría ni en el título del libro. José López Romero.
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