Se consideraba una joven
como todas las de su entorno. Tenía sus amigas y amigos, con los que se corría
las juergas propias de esos diecisiete años (la edad del pavo, que
continuamente le lanzaba como reproche su madre cuando ambas discutían por casi
nada), y estaba enganchada al móvil con una adicción que nadie, ni ella misma,
quería reconocer. No iba del todo mal en los estudios, hacía el mínimo esfuerzo
por aprobar, y con sacar adelante los cursos aunque por los pelos, se creía con
derecho a utilizar la frase que cerraba toda discusión familiar sobre su futuro
y sus capacidades desaprovechadas: “dejadme en paz”. Cuando le pasaron por “washap”
un pequeño vídeo de los cambios en las costumbres producidos en la juventud
islandesa, apenas le prestó atención. Los índices de consumo de alcohol y de
drogas habían llegado a tales niveles, que las autoridades de aquel lejano país
del norte de Europa, habían tomado medidas al respecto; la más importante:
atractivas actividades culturales y deportivas que le ofrecían a la juventud.
Una oferta que bien vendida y llevada a cabo por los ayuntamientos, había hecho
disminuir hasta extremos insospechados aquellos niveles de alcohol y drogas que
querían combatir. Todo un éxito. Pero ella no se dio por aludida ¡Los islandeses
no saben disfrutar de la vida! Pero de vez en cuando esa misma vida te tira un
pellizco donde más duele y nos hace ver la realidad con otros ojos. Bastó un
pequeño accidente para que todo cambiara. Una pierna rota tras una tonta caída
de la moto de su amiga. A pesar de que no revestía gravedad, la operación y la
posterior rehabilitación fueron muy complicadas; y fue en el propio hospital
que le ofrecieron un libro de relatos para aliviar esos momentos de
aburrimiento, sin poder apenas moverse de la cama. Y recordó que el año pasado
en clase de Lengua, el profesor había traído un texto para comentar, en el que
se hablaba del poder curativo de los libros, y cómo unas investigadoras inglesas habían abierto una consulta en la
que se recetaban libros a los pacientes en vez de medicinas; recordaba que los
alumnos, ella misma, habían discutido con el profesor al dudar de aquella
terapia, quizá indicada para ciertas depresiones, pero ¡¿para una pierna rota?!
Y le dio por probar si aquello que en su día le había parecido una chorrada,
era verdad o, al menos, podía funcionar con ella. Se aficionó a la lectura,
hasta el punto de que mientras hacía los ejercicios de rehabilitación o le
daban las sesiones de masaje, siempre tenía un libro en las manos. Y con la
lectura la recuperación se fue haciendo menos dolorosa. Los padres no daban crédito al cambio que
había experimentado su hija, que ahora pedía para Reyes o por su cumpleaños
libros y más libros, en vez del último modelo de móvil, y que a veces prefería
quedarse en casa leyendo que irse de juerga con los amigos… Escrito este
artículo bajo los efectos aún del espíritu navideño ya pasado, perdónenme,
amables lectores, que me haya dejado llevar por los sueños. Era solo un cuento.
Pero a veces la vida después de darte un pellizco, “te besa en la boca”. José
López Romero.
Bonito beso!
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