Cuando el padre murió,
los hijos ya bien sabían que apenas la casa familiar y unas cuantas acciones
les iba a dejar por herencia. Las acciones se venderían sin problemas, y la
casa, donde había vivido toda la familia durante varias décadas, estaba muy
bien situada, era espaciosa, y seguro que también se vendería a buen precio. El
pobre anciano había dejado este mundo con la misma discreción y modestia como
había vivido durante toda su vida. Solo una cosa incomodaba a la familia: la
enorme cantidad de libros que había ido acumulando en la casa y que ahora
cubrían por completo las paredes de casi todas las habitaciones, solo la cocina
y los baños apenas se libraban de tal invasión. A medida que sus hijos habían
ido abandonando la casa, el padre no había hecho más que meter estanterías en
sus cuartos para albergar lo que había sido su única afición, o incluso vicio:
los libros. No se le había conocido a aquel señor otra afición que la lectura,
y a ella se había dedicado en los ratos libres que le dejaba su profesión. ¿Qué
hacer con tantos libros? Se preguntaban los familiares, porque la casa se debe
poner a venta totalmente vacía. Y lo que había sido un alivio (papá se
entretiene con sus libros, no necesita que lo visitemos), ahora se había
convertido en un problemas de enormes dimensiones. Hasta que alguien hizo una
propuesta: crear cuadrillas para ir poco a poco tirando los libros a los
contenedores de basura con “nocturnidad y alevosía”, como apostilló queriendo
hacer la gracia fácil y grosera. Todos se miraron y no encontraron otra
solución. Así, tres días a la semana, para no levantar muchas sospechas, cuatro
miembros de la familia se turnaban y sacaban en cajas aquellos libros y los
tiraban sin contemplaciones en los contenedores de basura más cercanos. Cuenta
la leyenda que avisado por un conocido, un bibliotecario del municipio esperaba
pacientemente, protegido por la oscuridad, a que la familia hiciera su trabajo,
se acercaba al contenedor y recogía los libros. A los pocos meses, el diario
local se hacía eco del hallazgo en la basura de un ejemplar de la edición príncipe de la Gramática de
Nebrija de valor incalculable. José López Romero.
Apoteósico final!
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