Cada vez soporto menos
las conferencias o actos culturales en los que, durante un tiempo que se nos
hace interminable, un señor o señora se dedica a martirizar a su auditorio con
la exposición de un tema que solo a él le interesa, o incluso ni a él o ella
siquiera. El formato de monólogo está ya fuera de lugar en una sociedad que se
define como la sociedad de la comunicación, y en la que cada vez se exige más
la interacción con el público o, si me apuran, al menos la confrontación de
distintas opiniones o ideas a través de otras formas de intercambio. Un
auditorio sumido en el silencio, siempre incómodo, no puede entenderse si no es
porque ya sean familiares del conferenciante, amigos u organizadores del evento
(de estos, pocos son los que asisten). Y cuando por los imponderables de la
cortesía, formo parte del grupo de “amigos”, me paso toda la conferencia
pensando en lo bien que estaría en mi casa leyendo. Y así, la voz monótona que
inunda la sala, pero a la que apenas hago caso, se va haciendo cada vez más
lejana, distante, como un arrullo… y termino algunas veces por dar una cabezada
involuntaria, de la que pronto me repongo, para sumirme de nuevo en ese sueño,
ya despierto, de deseadas lecturas. Leer en soledad, al calor de tu mesa y tu
flexo, con una taza de café o de té, es un placer incomparable, al que debes
renunciar a veces por una insufrible conferencia. ¿Para qué leemos? Nos podemos
preguntar. “Leo ficción, dice Philip Roth, para
liberarme de mi perspectiva sofocantemente estrecha de lo que es la vida y para
entrar en simpatía imaginativa con un punto de vista narrativo distinto del
mío. Es la misma razón por la cual escribo”, y continúa Juan Gabriel Vásquez,
en su libro ‘El arte de la distorsión’: “El lector de ficciones es un
inconforme, un rebelde, y la razón de su rebeldía y su inconformismo es la
insoportable camisa de fuerza de la vida humana: el hecho de que esta vida sea
sólo una —es decir, que no haya otra después de la muerte—, y además sea sólo
una —es decir, que no podamos ser más de un hombre al mismo tiempo”. Es la
misma idea que expone con insistencia Vargas Llosa en la serie de textos
recogidos en su pequeño gran libro ‘Elogio de la educación’. Leemos novelas
para vivir otras vidas que no nos han sido dadas, para imaginarnos paisajes que
quizá no veamos nunca, para conocer mundos, ciudades que no podremos visitar. Y
a pesar de que todo ello nos pueda crear insatisfacción, o precisamente por
nuestra insatisfacción es por lo que leemos, la lectura es un acto que llena
todo nuestro tiempo porque nos hace distintos y libres. Leemos para ver con
otros ojos, para escuchar con otros oídos. No es un tiempo perdido, como el de
las conferencias, sino vivido con la intensidad de nuestra imaginación. Por
eso, y como dice Vásquez, “la lectura
de ficción es una droga; el lector de ficciones, un adicto”. José López
Romero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario