“Y en cuanto a los pequeños libros que
todo el mundo llamaba ya aldinos, de formato octavo, era evidente que habían
cambiado el modo de leer de la gente… ¿Cuándo se había visto a tantas personas
presumiendo con su libro bajo el brazo por la calle, lejos de los oscuros
gabinetes?, ¿y las jóvenes leyendo en sus jardines libros que no son rezos?
Sentían que los libros los dignificaban.” Este pasaje está extraído de la
novela ‘El impresor de Venecia’, de Javier Azpeitia, que recrea la vida de Aldo
Manuzio, el impresor que, como bien dice el texto, cambió la historia del libro
con sus formatos en octavo, que ahora llamaríamos “libros de bolsillo”. Manuzio
no hace mucho también apareció por esta página. Pero no es del impresor del que
pretendo que trate este artículo, sino del prestigio del libro. Aún conservo el
recuerdo de cómo en aquellos turbulentos años de la década de los setenta
(últimos de la dictadura y los iniciales de la transición), la gente (jóvenes y
maduritos) sacaban a pasear sus ediciones de Antonio Machado, o de Cernuda, o
de algún autor por tanto tiempo perseguido y prohibido por un régimen que, como
su caudillo, agonizaba, estaba herido de muerte o había tocado a su fin. En los
bares del centro de la ciudad se sentaban aquellos lectores, con sus no menos
célebres chaquetas de pana como signo de distinción, “presumiendo con su libro”
que exhibían, más que ojeaban a la vista de todos en ese valor de “prestigio”
que le confería no solo el libro, sino también y sobre todo su autor. ¿Qué habrá
sido de aquellos exhibicionistas o lectores de ocasión? Cuando, con el correr
de los años, pasear libros en las terrazas de los bares ya no era signo de
prestigio, de la misma manera que desapareció la chaqueta de pana, aquella
gente cambió el libro por el periódico, órgano de difusión de otro régimen, y
ahora es el móvil de última generación el signo de una distinción artificial y
ridícula. Pero no de dignidad. ¡Si Aldo Manuzio levantara la cabeza! José López Romero.
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