“La Historia y la Filosofía se
diferencian en que la Historia cuenta cosas que no conoce nadie con palabras
que sabe todo el mundo; en tanto que la Filosofía cuenta cosas que sabe todo el
mundo con palabras que no conoce nadie”. Esta frase, extraída de ‘La fugitiva’,
extraordinaria novela (reseñada aquí hace unas semanas) del escritor
nicaragüense Sergio Ramírez, premio Cervantes del pasado año, no por ingeniosa
esconde menos verdad. Algunas áreas del saber se recrean en la complejidad, en
la oscuridad del discurso para hacerlas más difíciles de entender por el común
de los mortales, en ese prurito por dotar de prestigio a un conocimiento que de
antemano ya los iniciados y expertos en estas materias consideran para pocos.
La retórica ha sido de siempre un arte especialmente indicado y dominado por
encantadores de serpientes o charlatanes de feria. ¡Cuántos votos no habrán
conseguido algunos políticos solo con esa verborrea ampulosa pero hueca!
¡Divina la palabra! Y viene todo esto a relación por un breve artículo que José
Luis Melero dedica a Juan Benet, incluido en su libro ‘La vida de los libros’
(de muy recomendable lectura). “Si me pidieran que hiciera un listado de mis
libros favoritos, en él figuraría sin duda en lugar destacado ‘Otoño en Madrid
hacia 1950’ de Juan Benet. Cómo alguien capaz de escribir ese libro
extraordinario escribió a sus vez otros muchos completamente ininteligibles es
cosa misteriosa que a mí se me escapa”, dice Melero en su texto. Y viniendo de
quien venía esta opinión, de un acabado ejemplo de lector sin remedio como
Melero, en ella he hallado gran consuelo porque a Juan Benet lo tengo apuntado
en esa libreta negra que anda por casa, y que he titulado “escritores a los que
no entiende ni su puñetera madre”; no pude en su momento con ‘Volverás a
Región’ que creo recordar fue lectura obligatoria de algún curso de aquel
lejano y llorado COU, para martirio de estudiantes, hoy convertidos en
desertores de la lectura, y solo aguanté ‘El aire de un crimen’ y en cuanto leí
a Melero me hice con un ejemplar de ‘Otoño en Madrid hacia 1950’ por ver si
paso a Benet a otra libreta, aunque sea gris. Porque hay escritores que, como
la Filosofía, piensan que más arte tienen cuanto más oscuro y enrevesado es su
estilo, y cuentan esas cosas que todo el mundo sabe de una forma que no
entiende nadie. Y como en la Literatura, en cualquier manifestación artística.
Por eso también mucho consuelo me acaba de dar el gran Boadella, flamante
presidente de Tabarnia, al comentar que las tres cuartas partes de las pinturas
de Picasso son “una mierda” (literal). Y yo ya no sé si este consuelo mío
responde a un sentir general, aunque silencioso (recuérdese el tradicional
cuento del traje inexistente del rey, a quien nadie se atrevía a decirle que
iba desnudo), o a una incapacidad personal por gozar de un arte solo para
entendidos y apasionados diletantes. En cualquier caso, yo prefiero los potajes
a lo Galdós, que las exquisiteces de Benet, quien por cierto despreciaba el
arte para todos del “garbancero”. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
viernes, 23 de febrero de 2018
sábado, 10 de febrero de 2018
PRESTIGIO
“Y en cuanto a los pequeños libros que
todo el mundo llamaba ya aldinos, de formato octavo, era evidente que habían
cambiado el modo de leer de la gente… ¿Cuándo se había visto a tantas personas
presumiendo con su libro bajo el brazo por la calle, lejos de los oscuros
gabinetes?, ¿y las jóvenes leyendo en sus jardines libros que no son rezos?
Sentían que los libros los dignificaban.” Este pasaje está extraído de la
novela ‘El impresor de Venecia’, de Javier Azpeitia, que recrea la vida de Aldo
Manuzio, el impresor que, como bien dice el texto, cambió la historia del libro
con sus formatos en octavo, que ahora llamaríamos “libros de bolsillo”. Manuzio
no hace mucho también apareció por esta página. Pero no es del impresor del que
pretendo que trate este artículo, sino del prestigio del libro. Aún conservo el
recuerdo de cómo en aquellos turbulentos años de la década de los setenta
(últimos de la dictadura y los iniciales de la transición), la gente (jóvenes y
maduritos) sacaban a pasear sus ediciones de Antonio Machado, o de Cernuda, o
de algún autor por tanto tiempo perseguido y prohibido por un régimen que, como
su caudillo, agonizaba, estaba herido de muerte o había tocado a su fin. En los
bares del centro de la ciudad se sentaban aquellos lectores, con sus no menos
célebres chaquetas de pana como signo de distinción, “presumiendo con su libro”
que exhibían, más que ojeaban a la vista de todos en ese valor de “prestigio”
que le confería no solo el libro, sino también y sobre todo su autor. ¿Qué habrá
sido de aquellos exhibicionistas o lectores de ocasión? Cuando, con el correr
de los años, pasear libros en las terrazas de los bares ya no era signo de
prestigio, de la misma manera que desapareció la chaqueta de pana, aquella
gente cambió el libro por el periódico, órgano de difusión de otro régimen, y
ahora es el móvil de última generación el signo de una distinción artificial y
ridícula. Pero no de dignidad. ¡Si Aldo Manuzio levantara la cabeza! José López Romero.
viernes, 2 de febrero de 2018
ADICCIÓN
Cada vez soporto menos
las conferencias o actos culturales en los que, durante un tiempo que se nos
hace interminable, un señor o señora se dedica a martirizar a su auditorio con
la exposición de un tema que solo a él le interesa, o incluso ni a él o ella
siquiera. El formato de monólogo está ya fuera de lugar en una sociedad que se
define como la sociedad de la comunicación, y en la que cada vez se exige más
la interacción con el público o, si me apuran, al menos la confrontación de
distintas opiniones o ideas a través de otras formas de intercambio. Un
auditorio sumido en el silencio, siempre incómodo, no puede entenderse si no es
porque ya sean familiares del conferenciante, amigos u organizadores del evento
(de estos, pocos son los que asisten). Y cuando por los imponderables de la
cortesía, formo parte del grupo de “amigos”, me paso toda la conferencia
pensando en lo bien que estaría en mi casa leyendo. Y así, la voz monótona que
inunda la sala, pero a la que apenas hago caso, se va haciendo cada vez más
lejana, distante, como un arrullo… y termino algunas veces por dar una cabezada
involuntaria, de la que pronto me repongo, para sumirme de nuevo en ese sueño,
ya despierto, de deseadas lecturas. Leer en soledad, al calor de tu mesa y tu
flexo, con una taza de café o de té, es un placer incomparable, al que debes
renunciar a veces por una insufrible conferencia. ¿Para qué leemos? Nos podemos
preguntar. “Leo ficción, dice Philip Roth, para
liberarme de mi perspectiva sofocantemente estrecha de lo que es la vida y para
entrar en simpatía imaginativa con un punto de vista narrativo distinto del
mío. Es la misma razón por la cual escribo”, y continúa Juan Gabriel Vásquez,
en su libro ‘El arte de la distorsión’: “El lector de ficciones es un
inconforme, un rebelde, y la razón de su rebeldía y su inconformismo es la
insoportable camisa de fuerza de la vida humana: el hecho de que esta vida sea
sólo una —es decir, que no haya otra después de la muerte—, y además sea sólo
una —es decir, que no podamos ser más de un hombre al mismo tiempo”. Es la
misma idea que expone con insistencia Vargas Llosa en la serie de textos
recogidos en su pequeño gran libro ‘Elogio de la educación’. Leemos novelas
para vivir otras vidas que no nos han sido dadas, para imaginarnos paisajes que
quizá no veamos nunca, para conocer mundos, ciudades que no podremos visitar. Y
a pesar de que todo ello nos pueda crear insatisfacción, o precisamente por
nuestra insatisfacción es por lo que leemos, la lectura es un acto que llena
todo nuestro tiempo porque nos hace distintos y libres. Leemos para ver con
otros ojos, para escuchar con otros oídos. No es un tiempo perdido, como el de
las conferencias, sino vivido con la intensidad de nuestra imaginación. Por
eso, y como dice Vásquez, “la lectura
de ficción es una droga; el lector de ficciones, un adicto”. José López
Romero.
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