“Se dice que cuando Eva
Perón visitó España en 1947 un conocido periódico madrileño hubo de retirar a
toda prisa la edición porque un pie de foto en el que se había escrito “Eva
Perón frunce el ceño” acabó convertido en “Eva Perón frunce el co…”. Esta es la
primera anécdota que nos cuenta José Luis Melero al inicio de un breve artículo
titulado “Erratas” incluido en su ‘La vida de los libros’, magnífico ensayo
como lo son también ‘Escritores y escrituras’ y ‘El tenedor de libros’ (muy
recomendables los tres para todo lector que se interese por los azares más
delirantes de autores y textos). Y en una sola página que ocupa el artículo,
Melero nos va contando anécdotas a cual más divertida sobre esos errores o
erratas tipográficas que se suelen cometer de forma involuntaria, o quizá no
tanto habida cuenta de cómo se las gastaba la gran dama argentina. De
“maldición de los escritores” las define Melero, pero lo cierto es que desde
que se inventó la imprenta, y si me apuran desde los principios de la escritura,
las erratas forman parte consustancial de toda publicación e incluso ellas
mismas terminan por convertirse en libro, al modo de los repertorios de
barbaridades de los exámenes de Selectividad, o al menos en artículos como el
de Melero. Ya hemos visto cómo el cambio de una grafía puede hacer que se
retire toda le edición de un periódico por la transformación en el significado
que sufre la oración entera, pero si esto por anecdótico llega a ser hasta
divertido, menos gracia, por no decir, ninguna, tienen las faltas de ortografía
gratuitas de que algunos libros están plagados. ¿Culpa? En primer lugar y sin
duda del autor. Me comentaba hace unas semanas un escritor famoso que el
corrector que le tiene asignado su editorial era realmente escrupuloso en su trabajo
y le llenaba las galeradas de rojo, no solo por alguna falta de la que nadie
está libre, sino por expresiones que podían ser poco inteligibles para ciertos
lectores; y sin embargo, en una novela no se dio cuenta de que en una escena el
nombre de un personaje no se correspondía con el que el autor le había dado a
lo largo de la narración. El escritor había cambiado el nombre del personaje
pero se le había olvidado en aquellas páginas que pasaron desapercibidas para
el corrector, menos para un lector amigo que le avisó de la errata. Contar con
un corrector de cabecera no es habitual salvo en las grandes editoriales; es
más, parece como si el descuido o despreocupación por la ortografía, uno de los
males del actual sistema educativo, se haya extendido a las publicaciones de
todo tipo. Un ejemplo: ahora estoy leyendo un libro de poemas cuya introducción
y textos líricos están plagados de erratas ortográficas imputables todas a la
persona que ha hecho el estudio previo y ha cuidado (o descuidado) los poemas,
licenciada o incluso doctora en Filología para más descrédito. Si “las faltas
de ortografía son el mal aliento de la escritura”, como dice el hidalgo
disoluto de Héctor Abad Faciolince, algunos libros padecen de halitosis crónica.
José López Romero.
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