Casualmente en mis
lecturas más recientes me he encontrado con varias frases sobre la muerte o,
mejor dicho, sobre el ceremonial y las consecuencias de esta que me han llevado
a la reflexión. En ‘La vida de Iván Ilich’, por seguir un orden cronológico, en
el propio funeral del protagonista su amigo Piotr
Ivánovich piensa: “Los funerales de Iván Ilich en ningún caso son motivo
suficiente para alterar el orden del día, es decir, nada conseguirá impedir que
esta misma tarde oigamos cómo cruje el envoltorio de un mazo de cartas al
abrirse, mientras un criado dispone cuatro velas nuevas; en general, no
hay motivo para suponer que este incidente se vaya a interponer en nuestro
propósito de pasar la velada de un modo agradable”; y muy próximo en el tiempo
a Tolstói, Eduard Von Keyserling en su novela breve ‘Olas’
hace decir a uno de sus personajes: ““—Mi cuñado —prosiguió el consejero— decía a
mi hermana: «Karoline, si yo muriera una mañana, eso no sería motivo para
que aquel día la comida no se sirviera puntualmente a la hora acostumbrada; lo
contrario aumentaría el desconcierto». ¿No es cierto?, y lo mismo pasa en un
gran transatlántico que ha sufrido un accidente y en el cual, hasta el último
momento, se sirve la comida con toda normalidad. En cierto modo es el símbolo
del orden moral”. Y, finalmente, en ‘La investigación’ de Philippe Claudel,
novela que tanto gusta a mi amigo Ramón, la Sombra comenta: “Ver morir a un hombre es muy desagradable. Casi
insoportable. Ver u oír morir a millones diluye el horror y la compasión. Uno
pronto se da cuenta de que ya apenas siente nada. La emoción está reñida con la
cantidad”. Bien pensado, las tres frases tienen razón, aunque esta última nos
pueda parecer sin duda muy cruel. Mantener la normalidad a toda costa. Quizá no
sea la mejor manera de homenajear al fallecido seguir con la rutina diaria,
pero a él poco ya le va a importar; sin embargo, a los vivos les reconforta
mucho, o les sirve de evasión, seguir con sus vidas no como si nada hubiera
pasado, sino como forma de volver inevitablemente a la realidad. No se trata,
entiéndaseme bien, de “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”. Las distintas
culturas tienen formas variadas de homenajear a los muertos; la nuestra, la
cristiana, se duele pero al mismo tiempo se alegra, pues los vivos perdemos a
un ser querido, pero nos alegramos porque para el creyente aquel “pasa a mejor
vida”. Una alegría que se manifiesta en forma de fiesta verbenera en países
como México el Día de los Muertos, como así lo describe Lowry en su ‘Bajo el
volcán’. Por estas tierras en las que disfrutamos de un vino sin igual en el
mundo, llevamos muy a rajatabla el refrán “el que va a un entierro y no bebe
vino, el suyo viene de camino”, e incluso más de una familia me consta que ha
instaurado la tradición de irse a comer después del entierro de un familiar, lo
que me parece una hermosa manera de homenajearlo. Por mi parte, si me muero
alguna vez, me alegraría de que después de los correspondientes y obligados,
pero poquitos, llanto y duelo, mis familiares y amigos se fueran a comer como
testimonio del cariño y amor que nos tuvimos y que seguro permanecerán en la
memoria. Pero, por favor, que no brinden a mi salud. Cachondeo, el preciso.
José López Romero.
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