Hace unas semanas emprendí la lectura de la novela corta de Mircea Cartarescu que le da título a este artículo.
Y a medida que la leía, más me llevaba ella a hacer una reflexión, a aplicar,
como tantas veces debemos hacer, nuestras lecturas a nuestra vivencia personal.
Les cuento. El narrador, un viejo escritor relata cómo fue adentrándose en los
bajos ambientes de los ruletistas, personas captadas por los llamados
“patrones” de entre los miserables, pordioseros y desarrapados para que se
jueguen la vida ante un revólver con una sola bala en el tambor, a cambio de un
poco de dinero, el que pueden conseguir de las apuestas si logran salir vivos
del envite. El escritor nos va describiendo y analizando tanto los ambientes
sórdidos en los que se celebra esta nueva danza macabra, así como los
porcentajes de probabilidades que cada ruletista tiene, más cuando si reinciden
en la provocación a su suerte. El narrador repite en varias ocasiones esa
especie de risita que se le antoja el sonido del tambor al girar, ni escatima
el detalle truculento de los sesos y astillas de huesos pegados a las
paredes. Hasta que se encuentra con un
viejo amigo de la infancia, el ruletista por excelencia. Y es entonces cuando
la narración entra en una espiral de acontecimientos que tienen a este
protagonista como eje, sobre todo porque la terca reincidencia le va granjeando
fama, dinero y con ello, el cambio de los sótanos asquerosos, viejos cascos de
bodega plagados de cucarachas gigantes, a los salones burgueses y
aristocráticos, en los que se van a celebrar los nuevos y más arriesgados
envites del ruletista con la muerte. Ya no es una bala solo la que mete en el
tambor, sino dos, y después serán tres, y cuatro….
Cuando terminé la lectura, no pude por menos que reflexionar sobre la cantidad
de políticos que, como manual de resistencia o supervivencia, juegan a ser
ruletistas pero con la sien de los demás, con la sien de todo un país. José López Romero.
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