A veces con el fin de
reducir la poesía a sencillas operaciones, se habla de poetas que después de
sus primeros poemas o libros no deberían de haber escrito nada más, y de esos
otros que van envejeciendo como los buenos vinos, y los que fueron aquellos sus
versos de juventud, se van transformando con el paso del tiempo (que es
sabiduría, experiencia y dominio), en poemas de solera, que llenan el paladar
más exigente. Mauricio Gil Cano pertenece a este segundo grupo de poetas, como
así lo atestigua su último libro titulado ‘En la noche del mundo’ (ediciones
Dalya, 2019. Con prólogo de Juan Diego Fernández). Con un valor añadido en el
caso que nos ocupa y que ya he señalado en otra ocasión: Mauricio es de esos
poetas que viven la literatura sin añadir a lo último ninguna preposición (ni
“para” ni “por” y mucho menos “de”). Vida y literatura, sin más. Y de la misma
manera que ya ha entrado de lleno en su madurez, de igual forma notamos una
mayor conciencia, una maduración, un dominio del arte, el tono más personal, en
definitiva, con el que el poeta se va sintiendo más a gusto. Y es entonces
cuando el verso sale más reposado y sentido. ‘En la noche del mundo’ se divide
en tres secciones: “Entre tinieblas”, “Lira cristiana” y “Homenajes”, aunque
quizá habría que hablar de dos partes, más una coda en la que el poeta rinde su
verso a amigos y familiares, de lo que después nos ocuparemos. La unidad del
libro se puede observar en la tensión que se establece entre las dos primeras
partes, una tensión que se resuelve en la contraposición “oscuridad/luz”. Una
oscuridad en la que el poeta se pregunta por la existencia de Dios, lo que le
lleva a hacerse las preguntas universales: y si no existe, ¿existimos nosotros?
¿podemos existir sin Dios? Como nos plantea en poemas “Muerte de una idea” o
“Sobre la vida eterna”. Así, para Mauricio el hombre vive esa gran travesía del
desierto en busca de un Dios como un ángel caído, en la oscuridad de noches sin
sueños (“El verso que anuncia”). Un Dios que a veces es el del Antiguo
Testamento, pero sobre todo ese Cristo al que ve el poeta sufrir en la cruz y
con él se duele: “Traspásame, Señor, con esa lanza / y clávame la luz de tu
armamento. / Inúndame de sol, de firmamento, / incéndiame los ojos de
esperanza”. Y después de la tinieblas, la luz. La luz de ese Cristo convertido
en un Dios amor, en la más pura tradición cristiana y a quien se acerca el
poeta para beber de él la caridad, la belleza, todos los dones de la vida: “Hay
que dar cada mañana /gracias a Dios por la vida -¡recuerde el alma dormida…!- / pedir al río que mana / que riegue
cada besana. /Hay que pedir al buen Dios / ventura para ir en pos / de una
nueva primavera, / por florecer a su vera / en la hora de nuestro adiós”
(“Maitines”). Tres sonetos a su madre bajo el título de “Dios te salve” y el
poema “La paz definitiva” dedicado a su hermana Mª del Carmen son los pasajes
del libro más cargados de emotividad. Como emotivos y festivos son los
homenajes que cierran el libro, entre los que destacan los dedicados a Pilar Paz Pasamar y Vicenta
Guerra. El gusto por los versos y estrofas clásicas, especialmente el soneto,
es una constante en el libro, en el que también Mauricio va descubriendo a sus
maestros y referentes de su poesía. Un poemario de madurez. José López Romero.
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